ROMÁNICO
VIAJES
Los tres estados de la materia creada (aire, agua y tierra) más el agente (fuego) que produce o facilita su trasformación, están en la base del sistema cuaternario. Estos cuatro elementos son para la filosofía occidental los puntos de apoyo para explicar la existencia física y analógica y, al mismo tiempo, la espiritual: La tierra representa la consistencia y fundamento del carácter, el agua la fluidez comunicativa, el fuego la pasión y el aire la libertad y el movimiento. Se trataría por lo tanto de una visión cosmológica integrada gracias a sus múltiples combinaciones.
Estos cuatro elementos pueden combinarse de dos en dos y en la cultura china suelen representarse desde el punto de vista místico a través de cuatro animales: El fénix (fuego y aire / felicidad); el dragón verde (aire y tierra / primavera y renacimiento); la tortuga (tierra y agua / estabilidad) y el tigre blanco (agua y fuego / virtud). En cualquier caso, la tónica general en casi todas las culturas, esta tendencia de la combinación e interacción de los elementos entre sí explica perfectamente el mundo natural, ya sea en su aspecto físico y material como en el espiritual.
Para Jung, las distintas combinaciones de los cuatro elementos recrean la diversidad y complejidad de los humanos en su vertiente psicológica siendo el fuego el catalizador que provoca la evolución de cada uno de los tres estados de la materia ya señalados, teoría que deriva de los antiguos filósofos clásicos Pitágoras, Platón y Aristóteles, promotores, con diversos matices, de la idea de que los distintos estados físicos y evolutivos se derivan de la esencia y naturaleza de estos elementos activos, cada uno de los cuales se origina por medio de la combinación de dos principios primordiales (frio/ humedad, calor/sequedad). Así por ejemplo el agua está producida por el frío y la humedad; el aire por la humedad y el calor; el fuego por el calor y la sequedad y la tierra por la sequedad y el frío.
Esta estructura cuaternaria de los elementos sirve también para explicar los ciclos naturales, tanto estacionales (primavera, verano, otoño, invierno), como de la naturaleza psíquica del ser humano (linfático, sanguíneo, bilioso y nervioso) –que según Galeno y luego Hipócrates eran: Fuego / bilis amarilla; tierra / bilis negra; agua / flema y aire / sangre–, o para estructurar en períodos la vida humana (infancia/fuego, juventud/aire, madurez/tierra y vejez/agua).
Todo ello ha dado lugar a establecer otra serie de paralelismos secundarios o deducidos de los anteriores en distintos ámbitos, como por ejemplo en la simbólica universal, y en particular la masónica, el fuego se asocia con el espíritu y la iniciación; el agua con el alma y la religión; el aire con la mente y la filosofía y la tierra con el cuerpo y la vida material. O también el fuego con la pasión y la actividad; el agua con la sensibilidad y la fluidez; el aire con la inteligencia activa y la libertad; y la tierra con la materialidad y realización. Y en conexión con los aspectos sicológicos del zodíaco al fuego pertenecen Aries, Leo y Sagitario; al agua Cáncer, Escorpio y Piscis; al aire Libra, Acuario y Géminis y a la tierra Capricornio, Tauro y Virgo.
En lo relacionado con la escatología, los cuatro elementos tienen una importancia capital para la obligada purificación del individuo si este quiere acceder con garantías a una vida futura confortable tras la muerte. La purificación tiene como misión apartar lo más lejos posible el alma del cuerpo, causante de la corrupción espiritual.
Por lo tanto, y dependiendo de las distintas culturas y religiones y sus correspondientes matices y variantes, esta purificación debe llevarse a cabo de manera total y absoluta. La reencarnación, por ejemplo, es el mecanismo purificador utilizado por el orfismo, el brahmanismo, el pitagorismo y el platonismo. En algunas otras filosofías, culturas o religiones el proceso de purificación se lleva a cabo mediante el paso consecutivo por los planos, círculos o niveles ocupados por los elementos (agua, aire y fuego) que rodean la tierra. En algunas estelas y lápidas funerarias romanas se representa un ave (alma del difunto) que se eleva en el aire, simbolizado por dos rostros que soplan, flanqueados por dos tritones marinos que representan el agua y acompañados por dos leones afrontados símbolos del fuego.
La escatología islámica mantiene en sus principios solo la purificación a través del agua. Por lo tanto, antes de que el alma ascienda a las regiones celestiales debe lavarse en el río de la vida y, ya purificada, será ayudada por dos ángeles a vestirse una túnica blanca como símbolo de pureza para luego ascender hacia el cielo, patrón iconográfico que ha pasado al románico y que, entre otros muchos lugares, podemos contemplar en un capitel de la catedral de Jaca, de características similares a otro ubicado a la izquierda en la portada sur de la iglesia de Santiago en Carrión de los Condes (Palencia). En el de Jaca puede observarse además la representación del elemento aire por medio de un personaje sentado que toca un caramillo, y la presencia del elemento fuego plasmado en dos leones situados en ambos lados de la cesta.
Así pues, el agua, el fuego, la tierra y el aire no solo tienen una función de agentes primordiales o primigenios y organizativos en el terreno de lo material y lo espiritual, sino también una función purificadora incuestionable a lo largo de casi todas las culturas en la que no se hace demasiado hincapié.
Todas las especies y particularmente la humana están dotadas de un instinto primordial y básico que no es otro que el de la supervivencia.
Por lo tanto el hecho de que el humano tenga que enfrentarse con su instinto al hecho ineludible de la muerte, ocasiona un grave conflicto en su consciencia el cual, y gracias a su capacidad intelectiva, es solucionado de muy diversas maneras en función de su conocimiento, su cultura y, desde el punto de vista global, desde las distintas religiones o estructuras filosóficas históricas.
Surge por esta causa un conjunto de creencias y doctrinas referentes a la vida de ultratumba que en general, y de modo también instintivo, se tiene como cierta, al margen de la ausencia total de evidencias más o menos empíricas.
En cualquier caso, el dramático problema de la desaparición o muerte queda mitigado y aliviado por este complejo entramado de creencias establecidas normalmente desde el estamento religioso casi sin excepción.
Y puesto que no se puede entender, llegados a este punto, la vida sin la muerte, tampoco se entiende la muerte si no es como reinicio de la vida, como demuestra la realidad del mundo vegetal.
En lo referente a la escatología después de la muerte, dice todo el mundo, hay una nueva vida que comienza tanto en un espacio físico como psíquico y, que según estos dos ámbitos de percepción, tiene una serie de rituales y arquitecturas que ayudan al difunto a superar el último trance.
Uno de los armazones escatológicos más elaborados y sugerentes es el de la civilización egipcia, que despliega un complejo ritual desde el mismo instante en que se produce la muerte, con el embalsamamiento y preparación de la momia, el cortejo fúnebre y los protocolos de introducción del cadáver en la tumba. Ya en el mundo de ultratumba tiene lugar el pesaje del corazón del difunto para averiguar si las acciones buenas durante su vida terrestre pesan más que las malas con el fin de permitirle el paso hacia los campos de Iaru, donde se desarrollará su nueva existencia. Y luego tendrá que recorrer, según los casos y las épocas, un largo camino nocturno plagado de enemigos y dificultades que podrá vencer a base de recitar los sortilegios y conjuros mágicos que se incluyen en el Libro de los muertos que, en el caso de los faraones y altos dignatarios, solían pintarse en las paredes de las tumbas. El Libro de los muertos es el compendio del elaborado ritual que terminó pasando en parte a otras culturas mediterráneas y entre ellas el cristianismo como sabemos. En Egipto el arte de la momificación surge en paralelo con la necesidad de conservar el cuerpo como soporte de la nueva vida y para ello los ajuares funerarios en el interior de la tumba no prescinden nunca de una gran cantidad de alimentos, herramientas u objetos que el difunto había utilizado durante su vida (ver Viajes > Viajes escatológicos > Viaje al inframundo egipcio).
Otra de las culturas importante desde el punto de vista escatológico es la hindú, donde el individuo, una vez fallecido, comienza una interminable rueda de reencarnaciones solo interrumpida mediante la muerte e incineración en la ciudad santa de Varanasi en las orillas del Ganges, donde una vez concluido el ritual, el individuo alcanza el nirvana o descanso final (ver Viajes > Viajes escatológicos > Viaje a las puertas del Más allá).
En las culturas occidentales en general, se da por cierto que el individuo está compuesto por el cuerpo y el alma. Pero no siempre ha sido así. Para Homero el “soma” es el cuerpo muerto que aún conserva la apariencia humana con sus huesos, órganos y piel. La “psique” es a su vez un compuesto de múltiples facetas como por ejemplo la inteligencia, la capacidad de acción y decisión, la voluntad, etc. Por lo tanto, en un sistema antropológico de este tipo el alma solo es una imagen que reproduce la apariencia física de la persona viva, pero es inmaterial.
En la Odisea de Homero, Ulises, en su viaje al Hades, reconoce a sus amigos y seres queridos, pero estos son como humo o sombras: «…Presentose la sombra después de mi madre difunta Anticlea…” La representación simbólica de estas “imago/almas” abundan en vasos funerarios en forma de pequeños personajes alados volando sobre la escena, o también representados como figuras femeninas con alas de mariposa.
A partir de Pitágoras cuaja este dualismo antropológico de manera que el individuo se compone ya de cuerpo y alma. El alma existe antes que el cuerpo y queda prisionera en éste circunstancialmente, pero vuelve a quedar libre tras la muerte o desaparición del cuerpo. En la literatura y filosofía clásicas desde Platón, el alma vuela en forma de pájaro a las alturas celestes y por eso, habitualmente, en la pira funeraria donde iba a ser incinerado el cadáver, se soltaba un águila que sería la encargada de hacer ascender el alma.
El cristianismo se nutre con todos estos antecedentes iconográficos y religiosos en tanto no contradicen su doctrina, la cual consiste en no admitir la preexistencia del alma con respecto al cuerpo y de dotar a ésta de inmortalidad hasta la venida de Cristo, momento en el que resucitarán los cuerpos para comenzar el “juicio final”.
Como en muchas otras culturas, también las almas se representan en el románico con forma de aves, o pequeñas figuras humanas, o cabezas aladas, a veces sobre escenas en las que está presente el difunto de cuya boca sale el ave/alma, que luego tendrá que pasar por un juicio y una purificación, ya sea en el purgatorio o en el limbo, o su destrucción o condenación eternas en el infierno. Los justos tendrán su nueva vida en la Jerusalén celeste como premio a su existencia terrenal llena de buenas obras, porque no hay que olvidar que el cristianismo liga el premio o el castigo a la escatología de manera indisoluble, de tal manera que al final la justicia para los desfavorecidos, que consiste sobre todo en castigar a los poderosos, termina siendo clave para justificar la existencia de la vida, eterna según los casos, tras la muerte.
Y en cuanto a los lugares escatológicos por excelencia relacionados con el castigo, san Isidoro de Sevilla, en sus Etimologías, aporta un interesante inventario de lugares de acuerdo a los conocimientos de la época (siglos VI y VII). Cita al Erebo en primer lugar, «que es la profundidad y la lejanía de los infiernos. La Estigia toma su nombre del griego “stygeros”, es decir, “tristezas”. El Cocytus es un lugar del infierno cuya etimología griega significa “llanto y gemido”. El Tártaro se llama así porque en él todas las cosas están perturbadas o porque su nombre deriva del temblor del frío, porque allí es el temblar y el helarse debido a que se carece de la luz del sol y únicamente se siente un horror perpetuo que es lo que significa para los griegos “tartaridsein”. Allí solo hay llanto y crujir de dientes. La Gehenna es un lugar de fuego y azufre y, según se cree, el nombre deriva de un valle consagrado a los ídolos y cercano a las murallas de Jerusalén repleto en otro tiempo de cadáveres; allí los hebreos inmolaban a sus hijos en honor de los demonios. Este lugar se llamaba Gehennon. En consecuencia se aplicó este nombre al lugar en el que recibirán castigo los pecadores. No obstante hay dos Gehennon, uno de fuego y otro de frío. Al infierno se le denomina así porque está situado debajo (infra), en lo más profundo. A él van a caer por su propio peso los cuerpos más pesados, o lo que es lo mismo, los espíritus más torpes; los lugares más profundos son los más tristes y el significado del vocablo indica que en el infierno no se escucha nada que sea apacible. Se cree que el infierno está situado en el centro de la tierra así como el corazón de los animales está situado en el centro de su cuerpo».
Evidentemente la mayor parte de los lugares que cita san Isidoro de Sevilla están sacados de la Biblia y la literatura clásica, fuentes culturales e iconográficas inagotables para toda el área mediterránea incluido, por supuesto, el período románico.
Ángeles, demonios (simbología > diccionario de símbolos D > demonios), justos y pecadores, condenados, castigos, premios, cuerpos y almas, tumbas criptas, juicios particulares y finales, y purificaciones y regeneraciones completan el inquietante territorio del “más allá” que poco a poco iremos viendo.
El escudo es un arma básicamente defensiva empleada en el combate cuerpo a cuerpo. Pero el combate puede ser físicamente contra un enemigo en el campo de batalla o, en el terreno psicológico, y como todas las armas, un elemento de aislamiento y protector contra otro tipo de enemigos, entre los que no se excluye uno mismo.
El escudo aísla al guerrero de su entorno y, por supuesto, del ataque del adversario, a quien se oculta el cuerpo de quien lo embraza.
En la lucha física y desde un punto de vista histórico, el escudo empieza poco a poco a adornarse con grafismos descriptivos de las cualidades y poderío del guerrero propietario, obviamente con la intención de atemorizar al adversario y menoscabar su ardor combativo, lo cual da origen a la heráldica entre los siglos XI y XIII hasta que finalmente los blasones se hacen hereditarios.
Sobre los escudos, igualmente, solían colocarse máscaras aterradoras que servían, incluso mejor que los simples emblemas, para el quebranto de los ánimos del atacante. Entraríamos, por lo tanto, en el terreno de una lucha de carácter más psicológico. Es memorable el personaje de Medusa que solo con su mirada era capaz de matar a quien se atreviera a acercarse y verle los ojos, cosa que Perseo evitó con inteligencia puliendo su escudo hasta convertirlo en un espejo, y con tal eficacia que la propia Medusa se ejecutó a sí misma al verse reflejada en su superficie.
También los escudos se emplearon para enmarcar la efigie de los dioses solares, sobre todo los clípeos circulares –y también ovales o romboidales- que evocaban la silueta del astro rey, algo común en muchas culturas de carácter celeste (acadia, iraní, helénica, etc.), que a su vez rememoraban la manifestación luminosa del poder de los dioses, cuyo resplandor divino obligaba a sus fieles a prosternarse ante ellos.
En el románico se pueden encontrar gran cantidad de ejemplos sobre todo en las representaciones del pantocrátor inscrito en un clípeo, que algunos denominan “mandorla” cuyo significado real es “almendra” y que, por supuesto, no tiene nada que ver con la realidad que se trata de describir. A este simbolismo solar del clípeo hay que añadir la idea de protección implícita en el escudo como arma defensiva y que asocia a Cristo con el paradigma de «protección».
Este patrón iconográfico de origen precristiano es adaptado por el cristianismo utilizando un símbolo metafísico de apariencia figurativa y cuyos antecedentes son evidentes en las imágenes clipeadas de Ahura.Mazda, divinidad suprema del zoroastrismo, de Cosroes, uno de los reyes sasánidas más importantes, y del mismo Alejandro Magno, a lo que habría que añadir una no escasa relación de héroes y caudillos militares.
En el románico, y desde un punto de vista más religioso, en el clípeo se efigiarán las virtudes teologales, las cardinales y, desde una perspectiva más pagana, las estaciones del año, algo muy habitual como elemento decorativo en gran cantidad de mosaicos romanos, por no hablar de paramentos y fachadas de edificios públicos y privados, tanto en el exterior como en su interior. Poco a poco el clípeo se convirtió en marco habitual y casi imprescindible para todo tipo de retratos, sobre todo cuando se pretendía homenajear a algún personaje en particular.
Las referencias bíblicas son ineludibles, sobre todo en la carta de san Pablo a los Efesios (ver Simbología >diccionario de símbolos “A” > Armas), donde se recuerda que el escudo es la fe que viene a proteger al creyente de todas las tentaciones (herejías, concupiscencias y un extenso etc. criminológico) que son como dardos encendidos que lanza el demonio, pero que se apagan y mueren al contacto con el escudo. No es seguro que las representaciones bélicas y armamentísticas en el románico tengan significación objetiva o específica, sobre todo cuando se trata de escenas de guerreros que incluso, en casos concretos, podríamos interpretar desde su vertiente psicológica o espiritual, pero en ocasiones los personajes y las escenas sí se prestan a este tipo de lectura de carácter simbólico en el que la lucha contra el enemigo se convierte en una lucha contra el mal, ya sea el pecado, el vicio o los propios demonios interiores, y en la que el escudo de la fe impulsa al creyente o le defiende contra todo tipo de adversidades.
El origen de la implantación de la espada como arma ofensiva no está demasiado claro, aunque se supone que fue en los albores de la Edad del Bronce cuando se empezaron a fabricar las primeras espadas que, al principio fueron de cobre, material bastante poco fiable por su fragilidad y que posteriormente, después de los lógicos ensayos y a medida que la tecnología metalúrgica iba desarrollándose, fueron manufacturándose en bronce, aleación de cobre y estaño más resistente y luego en hierro hasta llegar a las de acero. La intervención necesaria e imprescindible del fuego en el proceso de fundición y forja, asociaron desde el principio la espada al elemento fuego.
Como arma la espada estuvo al principio al alcance de muy pocos, sobre todo por lo laborioso y complejo de su producción y por consiguiente de su elevado precio, por lo que desde un principio se convirtió en signo de distinción social y poder el hecho de poseer una. Hasta tal punto que poco a poco fue objeto preferente y simbólico en el traspaso de poderes entre padres e hijos.
Además de arma fundamentalmente ofensiva, se convirtió también en símbolo exterminador inherente al poder político y militar, pues con ella se mataba al enemigo. No menos podríamos decir del poder espiritual, como se puede ver en la carta de san Pablo a los Efesios (6, 17) donde se dice: «tomad también el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios», idea sobre la que descansa el poder del propietario, con lo que éste se sentía imbuido del poder divino para ejecutar a su voluntad e interpretación justicias e injusticias.
La singularidad del arma, sobre todo la de los grandes líderes o guerreros, llevó a éstos a dotarla de personalidad propia por lo que solía ser habitual que tuvieran un nombre particular casi siempre relacionado con sus singulares virtudes ejecutivas, baste recordar como ejemplos las dos espadas del Cid, la Tizona y la Colada, la Excalibur del rey Arturo, la Balmunga de Sigfrido, la Durandal de Rolando o la Joyosa de Carlomagno entre otras muchas, y entre las que también cabría destacar la Fragarach del dios de la mitología celta Lug.
También la espada es uno de los símbolos de la justicia en tanto en cuanto ejecuta al culpable o se le muestra amenazante como sucede en el paraíso terrenal cuando son expulsados Adán y Eva después de cometer el pecado original, lo cual se narra en el Génesis (3, 24): «Y habiendo expulsado al hombre puso delante del jardín de Edén querubines y la llama de espada vibrante para guardar el camino del árbol de la vida».
Desde el punto espiritual la espada destruye la ignorancia para alcanzar el conocimiento y solo puede ser manejada por el iniciado o experto, el único capaz de desenvainarla sin daño, porque es tal la luz que irradia que puede cegar al neófito o quemarle con su fuego, lo cual deja pocas dudas sobre quién sí y quién no debe manejar la doctrina.
Para los cruzados la espada era un símbolo de la cruz de Cristo y cuando la empuñaban en la batalla creían ciegamente en su poder y eficacia, sobre todo gracias a su fuerza espiritual basada en la carta de san Pablo a los Efesios arriba mencionada.
Por último en el Apocalipsis (6, 4) se dice cuando el Cordero rompe el segundo sello: «Oí al segundo viviente que decía: “Ven”. Entonces salió otro caballo, esta vez rojo; al que lo montaba se le concedió quitar de la tierra la paz para que se degollaran unos a otros; se le dio una espada grande», símbolo en este caso de las sangrientas guerras provocadas por el primer jinete y que luego se han seguido produciendo sin parar, cada vez más mortíferas, en la historia de la humanidad.
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