ROMÁNICO
VIAJES
El símbolo de la lujuria, como sucede con el resto de los patrones iconográficos del románico, tiene amplios antecedentes en otras culturas, aunque el icono medieval, formado por distintos elementos, no comenzó, obviamente, tal como lo conocemos: Mujer desnuda rodeada o acosada por serpientes que succionan sus pechos, a lo que se puede añadir, en ocasiones, algún sapo que se ensaña en sus órganos sexuales. Y lo mismo podemos decir del patrón masculino: Hombre con serpientes enroscadas que muerden sus genitales además de sus orejas.
Las imágenes románicas descritas no son más que el resultado de un proceso de inversión moral del contenido simbólico efectuado, al amparo de las nuevas culturas y religiones celestes, sobre los anteriores patrones que el cristianismo entendía como paganos.
Para empezar, la imagen de un cuerpo bello desnudo, sea masculino o femenino, capaz de provocar en quien lo contempla una reacción positiva de acercamiento -ya que esta visión activaría rápidamente el punto cerebral donde se inicia la actividad reproductiva de la especie-, de pronto es presentada ante nuestra vista como una escena asquerosa que solo produce rechazo. Con este cambio lo que se pretendía probablemente era provocar en el creyente un alejamiento visceral de todo lo relacionado con el placer sexual y dejar tan solo la parte sucia y negativa, pero imprescindible, asociada necesariamente con la conservación de la especie, sujeta, por otro lado, al mandato bíblico de “creced y multiplicaros”.
Como no se puede evitar el placer que conlleva el acto reproductivo, de lo que se trataba era, no solo de penalizar cualquier tipo de desviación o práctica irregular, sino también de restringir su uso, incluso tasando la cantidad de veces que una pareja puede realizar el acto sexual: Entre ochenta y cien días al año según los distintos penitenciales y respetando, por supuesto, los días festivos además de algunos ciclos litúrgicos, como la Pascua, la Cuaresma y otros de distinto carácter, como el período menstrual. Es innecesario añadir a la lista que en los recintos sagrados tampoco se podía hacer nada al respecto, ni siquiera con el pensamiento, como quedó dicho.
Por otro lado, y no menos importante, existe la necesidad de demonizar cualquier relación cultural con la gran diosa madre de las antiguas sociedades matriarcales de la Vieja Europa, que aun andaba coleando, para sustituirla por los nuevos patrones masculinos traídos por los pueblos indoeuropeos. Además de cargar con valencias negativas el cuerpo femenino, o a la misma mujer, también se hace lo propio con la serpiente, representación teriomórfica por excelencia de la diosa, así como a todos los animales asociados a ella directa o indirectamente (conejos y liebres, batracios, monos, felinos y demás animales lunares o nocturnos).
Por lo que respecta a la serpiente, animal que sustituye a la imagen de la diosa en muchas representaciones desde el Paleolítico Superior (15000 a. C.), sus grafismos (zig-zags y líneas onduladas básicamente), se relacionan, en multitud de vasijas rituales y grabados en astas o huesos de distintos animales, directamente con los del agua, símbolo de vida que muchas veces, como la serpiente, surgía del interior de la tierra. En ese movimiento gráficamente ondulante, así como en las espirales que forman los cuerpos de los ofidios, probablemente se encuentre el origen del carácter sagrado con el que se marcó a la serpiente desde el principio, en multitud de ocasiones asociada también a elementos vegetales para subrayar su capacidad protectora y su potencia propiciatoria de la fertilidad.
Esta temprana adscripción de la serpiente con la divinidad femenina continuó con normalidad durante todo el Mesolítico y Neolítico Europeos, hasta que volvemos a encontrarlas juntas en las culturas minoica y micénica, esta vez ya con bastantes similitudes a la imagen de la lujuria románica, sobre todo en las representaciones cretenses halladas en los palacios de Cnosos y también en muchas cavernas-santuario, lugar expresamente relacionado con la fertilidad terrestre, y por lo tanto utilizados desde siempre como lugares de culto, intrínsecamente apropiados por su misma naturaleza telúrica. Una de estas figuras halladas en Cnosos (1600–1500 a, C.) -del mismo tipo que las encontradas en los santuarios mencionados y muy bien conservada-, es conocida como la diosa de las serpientes. Sobre la cabeza de esta figurilla se hace notar la presencia de un indeterminado felino, muy probablemente un gato, asociado a la diosa femenina, no solo en Anatolia sino también en toda el área mediterránea, incluido Egipto, como ya vimos.
En ese momento las culturas matriarcales mediterráneas, en general, están librando su particular batalla con las culturas patriarcales indoeuropeas, y ello se refleja de forma clara en una vasija de cerámica chipriota de estilo Bicromo IV, tipo Free Field (670 a. C.) en la que un guerrero, un tanto caricaturizado, trata de cortar la cabeza de una serpiente con un hacha de doble filo, el famoso labrys, objeto que también aparece en las mismas cantidades y lugares que las figurillas de la diosa y cuyo origen no es otro que los famosos laberintos de la isla de Creta y los santuarios donde se adoraba. Al tiempo el labrys también servía como señal del lugar sagrado, al estilo de las cruces o las medias lunas de los templos cristianos o musulmanes respectivamente. Lo cierto es que fue objeto de culto tanto en religiones de carácter telúrico como celestes. Cuando Constantino se convirtió al cristianismo lo hace, según muchos autores, fundiendo en su estandarte (lábaro) el grafismo del labrys (doble hacha) con el Crismón de Jesucristo en un solo símbolo de carácter celeste.
La escena que se representa en el vaso no deja lugar a dudas sobre la situación real de la lucha cultural de la que saldrá vencida la serpiente, hasta el punto que, desde entonces hasta nuestros días, todavía sigue siendo considerada como animal repulsivo y despojado totalmente de sus antiguos valores positivos y sagrados con los que había sido considerada en los tiempos de la vieja religiosidad telúrico-mistérica. No hay autor en el mundo clásico que tenga palabras como mínimo neutrales, no digamos ya de apoyo para tan odiado animal.
La fría serpiente será también la protagonista maligna del episodio del pecado original donde Adán y Eva son sus víctimas y, por extensión, todo el género humano, aunque, no se nos olvide, es Eva, la mujer, la encargada de pasar a Adán el fruto prohibido, lo cual no es un hecho gratuito, hasta el extremo que incluso a veces la propia serpiente es representada con cabeza femenina.
No es esta la única razón de la existencia de este episodio en el Génesis bíblico, sino que en el trasfondo también se encuentra la lucha histórica, antes aludida, de las religiones telúricas de los pueblos cananeos con los que Israel, de religión claramente celeste, se enfrentaba habitualmente. Ya vimos páginas atrás cómo Yahvéh exhorta a su pueblo a no prostituirse con divinidades paganas, por ejemplo Astarté, que terminará siendo la transposición de la serpiente enroscada en el árbol de la ciencia del bien y del mal. En fin, para no extender en exceso un asunto largo por naturaleza, conviene concluir apuntando que la victoria final de la religión celeste se suele representar, de forma muy naturalista ciertamente, por medio de un águila (animal celeste por excelencia y símbolo de Dios) que sujeta entre sus afiladas uñas al reptil vencido, símbolo de la diosa pagana y del demonio. También la Virgen María será representada pisando al dragón infernal.
Personajes mostrando sus genitales
Hay dos patrones iconográficos particularmente llamativos por la apariencia procaz o desvergonzada con la que muestran sus órganos genitales, tanto en la versión masculina como femenina. Esto, lógicamente, visto a la luz del siglo XXI, en el que aun recordamos pasados, y no tan pasados, quebrantos psicológicos provocados por algunos incongruentes conceptos en asuntos de moral sexual. Como siempre, de lo que se trata es de entender las cosas en su contexto histórico y no fuera de él, que es donde se pierde perspectiva y visión objetiva.
Si retrocedemos en el tiempo podemos encontrar el rastro del personaje itifálico, tan habitual en los canecillos románicos, en dos tipos de figuras entronizadas, lo cual las confiere un matiz sacro muy concreto que no habremos de perder de vista para hacernos una idea de su importancia. En ambos casos se trata de la representación del dios Año, según casi todos los autores.
En la primera de ellas se reproduce la imagen del personaje en reposo, en la actitud relajada que simboliza la madurez y ancianidad y como esperando un relativamente próximo final; tiene las manos apoyadas sobre las rodillas e incluso la espalda ligeramente encorvada. Las figuras más antiguas que se han encontrado con este patrón se alejan hasta principios del VI milenio a. C. Aparecieron en un yacimiento de la zona de Tesalia y pertenecen, presuntamente, a la cultura Sesko. También fueron halladas figuras similares en el Santuario del Buitre, en Çatal Huyuk, en este caso talladas en mármol blanco, lo que implica algunas connotaciones escatológicas que confieren a la figura el poder de proteger o garantizar la resurrección y/o la renovación del ciclo vegetal. Todo ello se traducirá, a lo largo del tiempo, en el folclore europeo, en forma de fiestas y celebraciones al comenzar, sobre todo, la época de la aparición de las plantas y, posteriormente, la recogida de las cosechas.
El segundo personaje masculino, claramente itifálico, tiene un aire más erguido y potente. Representa a un joven vigoroso en posición sedente, con su falo erecto sujeto con su mano izquierda. Es evidente que se trata de representar la recuperación y renovación de la naturaleza y no solo desde el punto de vista vegetal sino también animal y humano.
La sacralización de estas figuras las convertirá, no pasando mucho tiempo, en amuletos protectores, ya que se trata de representaciones de dioses a los que se invoca o se pide protección contra todo tipo de avatares negativos, particularmente los relacionados con la fertilidad, como la falta de vegetales y la sequía (que conduciría a la escasez de animales, lo que conllevaría para el ser humano el hambre y la desolación). La protección contra seres malignos de todo tipo se da por supuesta, sobre todo cuando empieza a tomar entidad en muchas culturas y religiones la figura del dios destructor, o directamente maligno, por no hablar de brujas y brujos, habituales en todas las sociedades, independientemente de la época. Es evidente, como vimos en su momento, el carácter protector de las imágenes dios Príapo en el mundo clásico y sobre todo en los jardines de muchas casas de Pompeya, donde su función, más que estética, era la de impedir la entrada de los malos espíritus y otros démones, además de atemorizar a posibles ladrones que veían en el dios una verdadera amenaza para su integridad.
Por lo que respecta al correspondiente personaje femenino mostrando sus genitales en actitud descarada, hay que decir que, al margen de su enorme popularidad -en parte debida a lo sorprendentemente procaz de su postura para nuestra mentalidad actual-, está claro que estamos contemplando una figura femenina pagana de carácter apotropaico. Curiosamente tanto el personaje masculino como el femenino se representan juntos en los capiteles de una de las ventanas absidales de la colegiata de San Pedro, en Cervatos, aunque en este caso particular, así como en todos los demás ejemplos –muy abundantes en el románico en general, como hemos visto-, no podemos asegurar que su intención final sea la antedicha, sino que más bien se trate de recordar el carácter pecaminoso de la lujuria, que era lo que verdaderamente le interesaba al estamento clerical, si bien éste aprovechaba para ello una iconografía culturalmente aceptada como normal.
Como siempre, de lo que se trataba era de incrustar en el patrón iconográfico pagano –relacionado con el poder de la fertilidad o fecundidad vital-, el concepto de pecado, para ir convirtiendo, poco a poco, un icono percibido por el pueblo como benéfico, en maléfico.
Esta imagen pertenece al mismo tipo que las representadas en el mundo sajón. Se trata de Sheela-na-nagig, figura muy habitual en las iglesias románicas de Gran Bretaña y en general de toda la zona atlántica. Es, evidentemente, una efigie precristiana también emparentada con los poderes vinculados a la fertilidad y, sobre todo, al de dar vida. Es uno de los últimos restos evolutivos de la Gran Diosa Madre, de carácter telúrico. Este poder ancestral de crear vida le hará conservar, desde un punto de vista cultural, su prevalencia protectora contra el maligno, lo que la convertirá en amuleto protector al estilo de la higa. Su exhibicionismo vulvar, como señala muy acertadamente el profesor Gómez-Tabanera, era suficiente para ahuyentar a cualquier demonio por la única razón de que el poderoso instrumento que origina la vida era capaz de producir terror en quien solo sabía destruirla.
La idea expresada por esta emblemática personificación permanecerá todavía flotando en el inconsciente colectivo cultural unos cuantos siglos más, como lo demuestra un grabado de Charles Eisen (siglo XVIII) dedicado a La Fontaine, en el que una fémina causa espanto en un demonio mostrando de forma ostensible y agresiva su aparato genital. A la higa le sucederá lo mismo con la única diferencia de su carácter masculino en vez de femenino, pero con las mismas propiedades de protección, sobre todo al mal de ojo, por lo que se solía colgar, como dije de azabache o coral, al cuello de los niños.
Con el tiempo es probable que la nereida de doble cola, si no llegó a sustituir del todo a la efigie femenina que muestra sus genitales, pudiera adquirir el mismo significado, esta vez con un claro matiz negativo que, seguramente, no llegó a cuajar en los personajes masculino y femenino debido a su enorme y profunda carga cultural y ancestral.
Animales relacionados con el pecado de la lujuria
Desde que el hombre empieza a dar estructura a sus creencias religiosas, comienza también a relacionar a sus divinidades con una serie de animales, normalmente vinculados a su entorno físico, que le servirán para visualizar y definir a la deidad, ya sea desde un punto de vista conceptual o simplemente descriptivo. Es difícil entender o justificar la presencia del bestiario en cualquier religión sin esta premisa capital que, por otro lado, generó una iconografía tan abundante como apreciable desde el punto de vista estético.
Hay animales que representan la imagen del propio dios o diosa y otros que describen algunas de sus características más importantes. En realidad no son sustitutivos sino que materializan, podríamos decir, la forma en que la divinidad es entendida y comprendida por el hombre.
El teriomorfismo (qhrion = animal, morjh =forma ó figura) es una de las características de las religiones telúricas, aunque luego se extendió a otros muchos sistemas de creencias y religiones de carácter celeste o universal como la cristiana, en la que, por ejemplo, se representa al Espíritu Santo en forma de paloma; al cordero como transposición de Jesucristo víctima; a tres de los evangelistas en las figuras de toro, león y águila respectivamente, los cuales también sirven para describir las características de la propia divinidad en otros sistemas religiosos además del cristianismo. Con el paso del tiempo estos tres evangelistas fueron plasmados de forma antropomórfica conservando solamente la cabeza del animal correspondiente, de la misma forma que en la religión egipcia, de donde procede la idea, se representa a Hathor con cabeza de vaca, a Sejmet con cabeza de leona, a Her-Ur (Horus) con cabeza de halcón o a Inpu (Anubis) con cabeza de chacal.
A ello hay que añadir las equivalencias simbólico-morales en la representación del catálogo de virtudes y vicios por medio del bestiario o, dicho de otro modo, de la definición icónica de los vicios y virtudes por medio de las características psicosomáticas de los distintos animales, los cuales provocaban una determinada percepción moral, negativa o positiva, en el individuo receptor.
Habida cuenta de todo lo cual, en esas primeras representaciones teriomórficas relacionadas con la diosa primitiva encontramos una serie de animales que describen las características principales de las primeras religiones telúricas asociadas a conceptos como oscuridad, noche, cueva, agua y humedad, que a su vez se vinculan a gestación, fertilidad o fecundidad, abundancia y renovación periódica de los ciclos vitales.
Los animales que mejor se ajustan a estos conceptos por sus características serán todos los que se mueven o tienen su principal activad durante la noche. Es el caso genérico de los felinos mayores y los gatos, las aves nocturnas como las lechuzas o búhos, los conejos y liebres, que además tienen cumplida fama de ser muy fértiles, tanto por la cantidad anual de camadas como por el número de crías en cada una de ellas.
Todas estas características vienen muy bien para emparentarlos con el pecado de la lujuria y convertir a estas bestias en imagen evocadora del vicio desenfrenado, ya sea específicamente o como descripción del pecado y del mal en general, atendiendo a las peculiaridades zoológicas de cada uno de ellos.
De la serpiente ya hemos hablado líneas atrás. Se trata del animal que, surgiendo de la tierra y reptando, siempre pegado a ella, mejor define en las religiones telúrico-mistéricas a la Gran Diosa, hasta el punto de suplantarla figurativamente en ocasiones.
Con las mismas características podríamos definir también a los batracios, ligados al agua y a la humedad que, junto con la tierra, forman el cieno primigenio origen de la vida y del mundo, como en el caso de la cultura egipcia que ya vimos en su momento, cuando hablamos de la Ogdoada Hermopolitana (los padres y las madres que crearon la luz) representados por serpientes y ranas.
Todos estos animales serán los encargados, en el cristianismo, de formar parte de la representación del pecado de la lujuria con mayor o menor cualificación. Serán estigmatizados como materializaciones visibles de las religiones paganas de tipo telúrico a las que se vinculaban y cambiado su antiguo signo positivo por el negativo asociado a la oscuridad-pecado, no en vano Jesucristo se proclamó como la “Luz” del mundo que ilumina el camino y ahuyenta las tinieblas del pecado y de la noche con lo que, de paso, dejaba claro el carácter celeste-universal del cristianismo.
A la noche pertenecen también otra serie de animales, quizá no tan cualificados si nos atenemos a la estadística de sus apariciones icónicas, pero no por ello menos significativos en lo que se refiere a su vinculación con el ancestral culto a la Diosa y, por lo tanto, ligados al paganismo y al pecado en su simbología cristiana.
Lo mismo sucede con algunos otros subordinados al elemento agua, directamente asimilado a la Diosa y, por lo mismo, emparentados con lo pagano.
Al primer grupo pertenecen el carnero y la oveja, animales de culto desde el Neolítico, lo cual no es sorprendente si tenemos en cuenta la importancia de ambos desde el momento de su domesticación, ya que proporcionaban alimento y lana, es decir, sustentaban en gran medida la supervivencia, concepto muy asociado al carácter protector de la Diosa Madre. Sus iconos aparecen constantemente desde el séptimo milenio a. C. decorados con grafismos geométricos (cheurones, retículas, zig-zags, etc.) relacionados con la deidad. A ello hay que añadir la aparición constante de sus restos en los estratos de múltiples yacimientos neolíticos en Europa.
Los cuernos del carnero, asimismo, fueron convertidos en motivo ornamental en multitud de cerámicas en Anatolia, Tesalia y Grecia. Suelen aparecer con profusión incluso coronando las cabezas de las figurillas y grabados de la Diosa Pájaro, una de las acepciones de la Gran Diosa. Con la llegada de las corrientes europeas de carácter patriarcal, el ovino pasó a convertirse en animal sacrificial. Así, por ejemplo, se sacrificaban carneros a la diosa Atenea y su carne, según cuentan las narraciones populares, tenía propiedades mágicas, de manera que al que la consumía se le auguraban toda clase de riquezas y felicidad. No es de extrañar, por tanto, ver la efigie del carnero convertida en el signo zodiacal de Aries y al cordero, objeto simbólico de sacrificio hasta el punto de convertirse en Cordero Místico en el cristianismo, capaz de lavar los pecados del mundo con su inmolación.
En el caso del ciervo sucede algo parecido. La aparición masiva de sus restos en enterramientos rituales desde el Paleolítico Superior nos hace deducir su adscripción sacralizada a la Diosa Madre. Se encuentran en asentamientos centroeuropeos e incluso en España (yacimiento Magdaleniense de El Juyo y en la cueva de Tito Bustillo por ejemplo). Su presencia en vasos rituales cerámicos es también constante, lo mismo que los grabados de figurillas femeninas preñadas dibujados en sus astas. La relación simbólica de la deidad con la maternidad queda patente lo que, además, pasará a ser tradición en culturas posteriores, siendo las ciervas directamente protegidas por diosas como Artemisa, valedora al mismo tiempo de las embarazadas y parturientas.
Tal vez esta conexión con la maternidad y el parto salvó al ciervo en el cristianismo de las connotaciones negativas derivadas de lo telúrico, pues fue considerado, entre otras cosas, símbolo del alma humana, como se dice en el salmo 42: “Como jadea la cierva tras las corrientes de agua, así jadea mi alma en pos de ti, mi Dios”.
Con la maternidad de la Diosa también se relaciona al oso. En la Europa central la raíz germánica bher (nacimiento) es idéntica que la del oso. Ello procede de la misma tradición cultural que atribuíamos al ciervo y, como en el caso anterior, también podríamos reiterar los mismos ejemplos arqueológicos o mitológicos arriba mencionados. No obstante, su suerte en el cristianismo no fue la misma, acaso por algunas circunstancias zoológicas determinantes, como es el hecho de su aletargamiento invernal en la oscuridad de una cueva, lo que le señaló específicamente con el agravante de nocturnidad, palabra o frase hecha que, aun hoy, conserva casi el mismo sentido. Así pues, en el cristianismo solo llegó a ser un oscuro y difuso representante del mal en general y, a veces, de la fuerza desmedida y descontrolada, es decir, de la ira y la crueldad. Por ello no es difícil verle en escenas de caza donde es atacado por una jauría de perros, transposición simbólica del cristiano que lucha contra el pecado.
En cuanto a las aves nocturnas es de ley hacer anotación del búho y la lechuza, normalmente confundidos quizá por sus escasas aunque claras diferencias, por añadidura casi invisibles en la oscuridad de la noche, su territorio psico-físico.
Su relación con la Diosa está definida por su encarnación como portadora de la muerte, la cual debe ser considerada aquí como una fase dentro del ciclo de la renovación periódica. Gran cantidad de efigies de la divinidad matriarcal con forma de búho o lechuza –ya en figurillas de piedra y arcilla, o en vasos cerámicos- circularon desde el Paleolítico al Neolítico con esta carga simbólica.
A pesar de lo negativo de este aspecto, el cristianismo, ocasionalmente, atisbó el otro lado de la moneda: el relacionado con la meditación en soledad, tal vez por la influencia del mundo clásico, que la ligó a la propia Atenea, simbolizando con ello el conocimiento racional; o a Minerva, a su vez portadora de la prosperidad.
Las aves acuáticas, hablando en términos generales, dieron forma a las figuras de la Diosa Pájaro, otra de las acepciones de la divinidad telúrica, en este caso garante de la abundancia del imprescindible agua vital. Con sus migraciones marcaban los comienzos y finales de los ciclos temporales relacionados con la primavera y el invierno, o dicho de otra manera, con el nacimiento y la muerte. Entre ambos períodos descansaban y se reproducían en el medio acuático. La observación repetitiva de estos comportamientos zoológicos definió sus vínculos simbólicos con la deidad.
Sus iconos son habituales durante toda la Prehistoria y normalmente van asociados a grafismos específicos del agua (líneas paralelas o dentadas y retículas), los cuales suelen repetirse insistentemente en las propias figurillas antropomorfas de la Diosa, a veces representada con cabeza de ave acuática o pájaro indefinido.
No es difícil sacar conclusiones con respecto a toda la iconografía, directa o indirecta, que se movió alrededor del asunto del sexo, básicamente porque sobre todas las representaciones flotaba, en mayor o menor medida, una experiencia vital de vida, muerte y resurrección o renovación periódica del mundo vegetal o animal. Una experiencia que matizó de forma naturalista las relaciones entre la divinidad y el hombre, que ante la imposibilidad de controlar eficazmente el mundo que le rodeaba, materializó iconográficamente la imagen de la divinidad, tal como el la entendía para, teniéndola físicamente presente, poderla pedir protección y abundancia (de agua, de vegetales, de animales, de hijos y de todo aquello que pueda facilitarle la supervivencia) a cambio de un culto cada vez más sofisticado y regulado.
Con la llegada de los grandes sistemas religiosos que se van desarrollando a partir de la llegada de las culturas patriarcales -a lo que hay que añadir un paulatino crecimiento de las poblaciones, cada vez más urbanas y concentradas-, los sistemas y las reglas de convivencia se van complicando mientras se apartan de los primitivos conceptos naturalistas, al tiempo que las sociedades también se alejan de la propia naturaleza.
Las normas establecidas en relación al sexo no son más que la constatación de que los nuevos grupos sociales necesitan una organización moral, dentro del marco del conjunto de normas generales de convivencia, que les permitan moverse con cierta seguridad en sociedades más densas, y por lo tanto con más posibilidades de interferir o conculcar los derechos ajenos. Según sea el sistema social o religioso, y según de intenso sea su contacto con el medio natural, las normas serán más o menos rígidas, como hemos visto en la iconografía de cada una de las culturas que hemos visitado. Y no es descabellado pensar que en algunos casos, por odiar demasiado a los vicios se estima demasiado poco al hombre y se le hace flaco favor, lo que casi siempre lleva a pensar a muchos (en su necesidad de tomar aire para no ahogarse) que la moral no es otra cosa que la cantidad de precauciones que hay que tomar para trasgredirla, lo que a su vez, finalmente, lleva a aumentar el número de reglas.
El color asociado a la Diosa
Aquello que nos permite percibir las formas reflejando la luz que emiten hacia nuestros ojos, es decir, el color, no podía quedar fuera de nuestra consideración, como tampoco quedó al margen desde los primeros trazos que el hombre dibujó con intención sobre roca, cerámica o hueso.
No es necesario recalcar, asimismo, la importancia simbólica que el color ha aportado desde siempre a las formas artísticas que, incluso en ocasiones, pueden ser percibidas como positivas o negativas en función del color exclusivamente.1
En el caso de la deidad femenina, es conocida la asociación del negro con sus figuras esteatopigias, fabricadas no casualmente en azabache, piedra negra por excelencia y que por su uso particular durante el Paleolítico (desde el Magdaleniense más concretamente), nos induce a pensar que la piedra era tenida como poseedora de propiedades apotropaicas que, unidas a imágenes de la Diosa o grafismos asociados, incrementarían sustancialmente sus cualidades como objeto protector. Incluso algunos autores clásicos llegaron a considerar que su materia prima era una manifestación mineralógica exudada directamente por la propia Diosa, lo que explicaría y avalaría sus poderes benéficos, de la misma forma que en otras sociedades se hizo con otros materiales como el ámbar.
Podríamos, a partir de este momento, asociar indisolublemente el azabache al negro, no solo por la comodidad de describir la piedra a través del color, sino el propio color como definido por la misma piedra.
Todavía en pleno siglo XVIII, el alquimista Thomas Vaughan se hacía eco de las virtudes, culturalmente ancestrales, del azabache, según él “una sustancia virtuosa de la que se pueden afirmar condiciones contrarias sin contradicción: Es piedra débil y, a pesar de lo cual, fortísima; es muy blanda y, pese a ello, no hay otra tan dura; es espíritu y cuerpo; es corpórea y volátil; masculina y femenina; visible e invisible; es fuego y no quema; es agua y no moja; es tierra que se mueve y aire que permanece quieto”.
Parece más clara aun su sociedad con la diosa telúrica cuando consideramos el negro vinculado a la oscuridad donde se gesta la vida y por lo tanto percibido como positivo en muchas culturas hasta la llegada del cristianismo, que lo consideró color de luto, relacionándolo, además, con el pecado y el demonio, genéricamente hablando.
Plinio menciona el azabache y sus especiales propiedades, utilizadas por agoreros en la práctica de la axonomancia, colocando sobre la hoja de una espada al rojo vivo un trozo de azabache para observar sus cambios a medida que se consumía. Luego se extraían las pertinentes conclusiones.
También es conocido el poder de la piedra negra para neutralizar el veneno de las serpientes que, como ya quedó dicho, era la imagen zoomórfica de la Diosa, lo que tiene su lógica en lo que toca a sus efectos profilácticos.
Lo que queda claro es que, con estos antecedentes, solo había un paso hacia la consideración del negro-azabache como materia sin igual para la fabricación de amuletos, como parece que sucedió desde la Edad del Bronce. Sus poderes y virtudes parecieron siempre más potentes si se asociaban no solo a estas formas primitivas de la Diosa, sino también a falos y vulvas protectores contra todos los males y malignos2. La higa, tal vez el amuleto por excelencia (pues su uso comienza en Egipto y, pasando por Grecia y Roma, todavía puede ser detectado hasta bien entrado el siglo XIX), fue profusamente fabricado y vendido en azabache durante toda la etapa medieval a lo largo y ancho del Camino de Santiago como piedra de virtud (con poderes), material en que también se fabricaban conchas de peregrino, imágenes del Apóstol y Vírgenes protectoras. Otro ejemplo más de la persistencia cultural de las viejas creencias en el cristianismo.
Notas
1. Homero ya aplicaba valores simbólicos a los colores que por su primariedad aun persisten, particularmente el blanco/dorado y el negro, relacionados con la luz y la oscuridad. A los dioses les era asignado el blanco y el dorado porque definía su estructura divina, lo mismo que el negro era relacionado con la oscuridad del Hades o del infierno. El cristianismo mantuvo básicamente el mismo estado de cosas, asignando el blanco y el oro para definir la luz, a los seres celestiales, al Bien, la Gracia, etc. Justo lo contrario con respecto al negro, que describía la oscuridad, las tinieblas, el pecado, los dioses y diosas paganos, el infierno y la muerte.
2. Para el escritor hispano musulmán Benalbeitar (siglo XIII) en su “Tratado de los simples”, el que lleva un algerce de “az-zabach” o se pone en el dedo un anillo de esta materia, aparta de sí el mal de ojo. Queda claro que el azabache era usado por sus virtudes de sustancia capaz de proteger. Virtudes que traspasaron las fronteras del mundo cristiano e incluso las de la Europa del Sacro Imperio, donde a los particulares poderes del azabache, unidos al color negro de su materia prima, se sumarán la forma sustancial de lo representado que, como es natural, no podía ser otra cosa que la imagen de la Virgen, en este caso negra, lo que no estorbará, sino más bien lo contrario, pues esa asociación con el negro emparentaba, para muchos, a la Madre de Dios con los restos culturales de las diosas primitivas y la Madre Tierra, reproducidas, intencionadamente en su momento, también en azabache.
Por otro lado la higa adquiere, tallada en azabache, formidables poderes apotropaicos que van más allá que proteger del simple mal de ojo. Así que la Virgen negra (imagen de antigua tradición celta, por otro lado), la higa, las vieiras o conchas del peregrino y el propio Santiago Apóstol, por citar algunos ejemplos, terminaron cediendo su imagen a la piedra de virtud para circular por todo el Camino de Santiago en forma de disimulados amuletos disfrazados de souvenirs o recuerdos, e incluso como testigos del paso del peregrino por el Campus Stella. Con el tiempo se crearía una enorme industria del azabache debidamente adornada por los milagros propios de la piedra.
6 comentarios.
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Boa noite
Antes de tudo parabéns pelo blog. É muito interessante e instrutivo.Ando a percorrer as igrejas e capelas romanicas do norte de Portugal. O meu interesse é buscar esculturas de ursos (osos). Até ao momento encontrei uma escultura da cabeça de um urso na fachada romanica da igreja de Monção (na margem do rio Minho). Esta é uma escultura quase perfeita. E encontrei mais algumas que fotografei. Mas tenho dúvidas. será que me podia ajudar? Muito obrigado. Miguel Brandão
Estimado Miguel, en el «diccionario de simbología» incluido en el blog hay una entrada dedicada al oso. Te recomiendo visitarla. En el libro «Bestiario románico en España» (ediciones Cálamo), se incluye también una larga lista de iglesias románicas en las que puedes ver osos, tanto en pintura como en escultura.
Buenas noches
Gracias por la respuesta. Seguí tu recomendación y encargué el libro «Bestiário Romanico en Espanã» de «El Corte Inglés», también consulté la entrada relacionada con el oso, sin embargo, ¿podré enviar 5 o 6 fotos de esculturas para recibir tu opinión? : en 2017 un periodista de Lisboa y yo publicamos un libro sobre el pasado del oso en Portugal (Oso pardo en Portugal – Crónica de extinción, Editorial Bizâncio 2017). Ahora pretendemos publicar otro libro centrado solo en la Edad Media y con una entrada sobre el oso en Romanico
Gracias miguel
Por supuesto. Puedes mandarme todo lo que desees.
Buenas noches
Gracias por la respuesta. Seguí tu recomendación y encargué el libro «Bestiário Romanico en Espanã» de «El Corte Inglés», también consulté la entrada relacionada con el oso, sin embargo, ¿podré enviar 5 o 6 fotos de esculturas para recibir tu opinión? : en 2017 un periodista de Lisboa y yo publicamos un libro sobre el pasado del oso en Portugal (Oso pardo en Portugal – Crónica de extinción, Editorial Bizâncio 2017). Ahora pretendemos publicar otro libro centrado solo en la Edad Media y con una entrada sobre el oso en Romanico
Gracias miguel