ROMÁNICO
VIAJES
El aspecto físico de un árbol (tronco vertical ascendente y copa desplegada a los rayos del sol) sugiere visualmente un simbolismo bastante claro relacionado con la comunicación del hombre con la divinidad. De ello hay multitud de testimonios gráficos en todas las culturas entre las que, a modo de ejemplo, podríamos citar la presencia teofánica de Isis en un sicomoro alimentando o insuflando vida (espiritual) al faraón por medio de la representación física de darle el pecho y acogerlo en sus brazos. Esta materialización del acto de dar vida, o albergar vida en sus frondas, es algo que se repetirá en la iconografía de otras muchas culturas, tanto orientales como occidentales.
El aspecto físico de la palmera favorece aún más esta percepción simbólica de forma muy particular en el románico. La iconografía de la palmera, sin embargo, ha ido evolucionando a lo largo del tiempo. Para san Isidoro de Sevilla, la palmera se llama así “por ser el símbolo de honor de la mano vencedora, o porque tiene sus ramas extendidas a la manera de la palma de la mano del hombre”. Es emblema, por tanto de la victoria y en su erguido y elegante ramaje se evoca la eternidad pues conserva permanentemente sus hojas. Sigue san Isidoro en sus “Etimologías” diciendo que sus frutos se denominan dátiles por su semejanza con los dedos de la mano.
En otro orden de cosas, también es símbolo de ascensión espiritual, de regeneración y de inmortalidad. Las palmas el Domingo de Ramos, por ejemplo, prefiguran la resurrección de Cristo tras su muerte en la cruz; y como símbolo de victoria se convierte en atributo de los mártires por vencer a la muerte a causa de la fe.
En el mundo oriental, en general, la palmera también está asociada al concepto de fertilidad como árbol de la vida, algo que ya vimos en el caso de Egipto y en muchas ocasiones asociado al mundo vegetal, como en el episodio del desierto de Berzebá (Génesis 21) en el que Agar se queda sin agua y se ve obligada a abandonar a su hijo Ismael bajo la sombra de un árbol, el sitio más indicado para que Yahveh oyera su lamento, escuchara su súplica y enseñara a su madre Agar un pozo de agua cercano donde pudo llenar su odre y salvar a su hijo.
En los evangelios apócrifos Jesús le dice a la palmera «levántate y recobra tu vigor pues vas a ser compañera de los árboles que pueblan el jardín de mi Padre y está reservado para todos los santos del edén».
En algunas representaciones vemos personajes trepando por el tronco hacia los dátiles que cuelgan de la copa, lo cual, también virtualmente, evoca un ascenso espiritual hacia la divinidad que dispensa sus favores a todos aquellos que se toman la molestia de trepar por su tronco. Muchas veces también vemos aves y toda suerte de criaturas representadas en sus ramajes, como en el caso de la espectacular palmera de la ermita de San Baudelio de Berlanga, en Soria, expoliada a principios del siglo pasado por la ignorancia e inacción tanto de las autoridades administrativas como por la rapacidad y avaricia del pueblo llano, aunque felizmente restaurada en la actualidad. En el caso de San Baudelio, la copa de la palmera que sostiene el edificio, se convierte en el símbolo de la creación gracias a la exuberancia iconográfica de criaturas de todo tipo, con sus virtudes y sus vicios, así como en la morada divina del Creador. No son necesarias descripciones ampulosas o literarias para darse cuenta de que esta palmera soriana es el paradigma de la palmera como símbolo que sostiene un edificio físico y al mismo tiempo espiritual. Un prodigio de diseño arquitectónico digno de ser contemplado en silencio.
Prácticamente desde el neolítico hasta Picasso, la paloma ha estado presente en la iconografía de todas las culturas con significados más o menos similares, pero con el trasfondo común de la paz, la fidelidad o la mansedumbre. Dios selló con Noé su alianza después del diluvio con el arco iris, pero la paloma testificó a Noé que la ira del Todopoderoso había remitido, junto con las aguas, trayéndole una rama de olivo en su pico.
A propósito de lo cual dice Plinio: …Al leer la Sagrada Escritura tres palomas pueden servir para confortar y perfeccionar el espíritu del cristiano: La paloma de Noé, la de David y la de Cristo. Noé es la paz, David la fuerza y Cristo la redención. Si quieres ser Noé no sufras por tus pecados, ten la fortaleza de David y pide tu salvación a Cristo. Aléjate del demonio y busca la paz. Se dice que la paloma de Noé volvió al atardecer al Arca con un ramo de olivo en el pico, como tu alma debe volver al Arca para encontrar el sosiego al apagarse la luz de los placeres del mundo…
En Creta era representada en altares, como decoración en múltiples elementos arquitectónicos y asociada a ídolos y de allí se extendió por todo el Mediterráneo, donde a veces representó al alma humana, como en Grecia, donde es fácil verla en relieves funerarios, en los que aparece el ave bebiendo a veces en una copa, símbolo de las fuentes de la memoria. Allí estaba asociada a la armonía y era muy usada por los augures en los bosques de Dodona, una de cuyas encinas estaba consagrada a Zeus, y muy cerca de este árbol las palomas sagradas, representando en esta circunstancia a la Madre Tierra. Era, además, el ave sagrada de Afrodita, y los amantes se la regalaban entre sí como símbolo de su amor, aunque en el cristianismo este simbolismo pierde sus connotaciones paganas, para convertirse en un amor más espiritual. Como se dice en el Cantar de los Cantares: …¡Qué bella eres amada mía! Tus ojos son como palomas…, lo que Orígenes de Alejandría, en su homilía 2, se apresura a matizar: …La expresión ojos de paloma significa una mirada pura. Los ojos de paloma son comparables a los del hombre iluminado…
Los primeros cristianos multiplicaron su efigie en las catacumbas, en las tumbas de los mártires y, en general, en todos los objetos de uso litúrgico, como vasos, cálices, navetas y lámparas que, posteriormente, incluida la Edad Media, se siguieron utilizando. Es aquí también símbolo del alma humana y de ello hay testimonios literarios y hagiográficos en abundancia. De esta misma época existen representaciones en las que aparece posada sobre el arca de Noé (la Iglesia) con la rama de olivo en su pico (Yahveh trayendo la paz).
En el cristianismo representa comúnmente al Espíritu Santo. Está en la mente de todos el pasaje evangélico del Bautismo de Jesús, cuando el Espíritu Santo desciende sobre su cabeza en forma de paloma, como el no menos conocido de la Anunciación, en el que el ángel le dice a María: …No temas pues el Espíritu Santo descenderá sobre ti y te cubrirá con su sombra…
Los bestiarios medievales son amplios en las descripciones sobre la paloma, habida cuenta de su importancia iconográfica a lo largo de la historia y su proximidad cotidiana, y suelen estudiar minuciosamente cada una de las partes de su cuerpo y sus colores para aplicar sus enseñanzas: …Las palomas representan a las almas nobles en el brillo plateado de su plumaje. Son conocidas sus muchas virtudes y para alimentarse hacen acopio de tantos granos de trigo como el justo de ejemplos en los que mirarse para llevar a cabo buenas acciones.
Los ojos de la paloma son la memoria y la inteligencia. Con uno se lamenta del pasado y con el otro hace planes para el porvenir. Al contrario que el pueblo elegido en Egipto que, desagradecido, olvidó la misericordia de Dios al salvarles de la servidumbre del faraón.
Sus alas son el amor a Dios y al prójimo. Con una se compadece de sus hermanos y con la otra se complace en Cristo.
Las plumas de la paloma son de plata y las de su cola como el oro. Es la carga que soporta con paciencia el cristiano desprovisto de la maldad en espera de la recompensa, pues el que soporta las fatigas en el mundo será premiado por Jesucristo. La plata es el esfuerzo y el oro el premio esperado, la visión de Cristo en su máximo esplendor.
Las patas rojas de algunas palomas simbolizan a la Iglesia que camina en este mundo, como los mártires en su camino enseñan el ejemplo de sus actos. Por eso son rojas, por el ejemplo de su sangre derramada en el nombre de Cristo…
…La paloma no tiene ira, se complace en la paz, vuela en grupo porque le gusta la vida de comunidad, no vive de rapiñas, elige los mejores granos para alimentarse, es decir, únicamente de la palabra de Dios, no come carroñas, es decir, no cae en el pecado de la concupiscencia, se esconde en los ríos cuando siente la presencia del azor, es decir, se refugia en la lectura de las Sagradas Escrituras que la defienden contra el maligno. Como la paloma, el cristiano que se reviste de estas virtudes es como si tuviera las alas de la contemplación para ascender hacia el cielo…
No citaremos, por reiterativos, otros muchos textos de bestiarios que insisten en clasificar las distintas variedades de la especie y sus colores con el ánimo de moralizar sobre ellos o, en otros casos, de sacar partido a sus utilidades, siempre positivas, pues la paloma fue un ave tenida por excelente en todas las culturas en las que se ha posado su icono, y ello por no hablar de las repercusiones económicas que tradicionalmente ha tenido en Europa y, en particular, en nuestra Tierra de Campos, donde aún resisten a la intemperie, meteorológica y humana, multitud de palomares, algunos de ellos ya arruinados y algunos otros a punto de desaparecer.
De todos es sabido que un pastor es el encargado de la supervivencia de los rebaños y de conducir a las ovejas en busca de alimento. La estampa gráfica de un gran rebaño de ovejas, por ejemplo, no nos es desconocida, a pesar de que en estos tiempos semejante escena está en trance de desaparición. Pero siempre hay y habrá un pastor al frente señalando el camino al rebaño. Una imagen cargada de simbolismo espiritual, tanto que incluso el mismo Jesucristo se define a sí mismo como el “buen pastor” que cuida a sus ovejas y que es capaz de abandonar el rebaño para buscar a una oveja perdida, o mejor “descarriada” –que es más bien un adjetivo descalificativo–, insinuando tal vez una fuga voluntaria del camino marcado.
Obviamente las ovejas son los creyentes que caminan sin preguntarse a dónde van porque no lo necesitan, para eso está ya el pastor. Definirse como “buen pastor” no es más que la consecuencia lógica de la idiosincrasia nómada y pastoril del pueblo hebreo, como vimos, y que, ya desde el comienzo del relato bíblico, cuando Yahveh castiga a Adán por comer del fruto prohibido, maldice a la tierra y le obliga a vivir de ella, de la cual sacará con grandes fatigas su alimento y a la que volverá para convertirse en polvo. En realidad el castigo consiste en condenarle a una vida agrícola, algo que Yahveh abominaba, como ya se vio más tarde en el episodio de Caín y Abel en el que Dios acepta como ofrenda el cordero de Abel y rechaza las espigas de trigo de Caín.
Y naturalmente, al final, los pastores terminarán siendo representación simbólica de la clase sacerdotal, que es quien dirige al rebaño de fieles hacia los pastos espirituales, a pesar de que la metáfora no deja de tener matices inquietantes que debieran de hacer pensar a más de uno, sobre todo cuando consideramos habitualmente el término “rebaño” de forma peyorativa al asociar las ovejas a la gente que se deja llevar, o que sigue la grupa de la oveja que tiene delante que, a su vez, camina con la vista puesta en el rabo de la res precedente.
Argos, el boyero de la mitología griega que pervive con su geometría entre las constelaciones de la noche, recibió el encargo de Hera de vigilar el mundo constantemente con sus cien ojos, de los cuales cincuenta lo hacían de día y los restantes en las horas nocturnas. Pero Hermes lo sorprendió en plena guardia completamente dormido y le cortó la cabeza. La diosa reaccionó arrancando los cien ojos ya inservibles y colocándoselos al pavo real en su sorprendente cola como adorno. La bóveda estrellada fue, a partir de entonces el rostro de Hera para los griegos y el pavo real su ave asociada. Un hermoso relato mitológico con el que los helenos pretendieron establecer el origen de tan fastuosa ave en Grecia, más concretamente en Samos, aunque parece ser que el verdadero origen del pavo real es la India.
Y como no podía ser de otra manera, el ave que simbolizaba a Hera, Juno para los romanos, la esposa de Zeus, tomó las características esenciales del firmamento en su simbolismo y pasó a representar, a partir de entonces, la incorruptibilidad, la perdurabilidad, la renovación permanente y, en definitiva, la eternidad. En el mundo romano se siguió con la tradición. Se creía que el pavo real no se corrompía jamás.
En lo que se refiere a las culturas orientales, y como ave solar se usó como emblema de las dinastías birmanas. Fue montura de Kartikeyra, dios de la guerra en la India, donde el pavo real suele ser representado combatiendo a la serpiente, iconografía ya común en el románico, aunque no siempre sea el pavo real sino más genéricamente cualquiera de las aves celestes. También fue montura de Skanda, capaz de transformar los venenos de las serpientes en elixir de la inmortalidad y por eso se dice que los magníficos colores que despliega el pavo real en su plumaje y su cola provienen de la reversión de los venenos que asimila cuando come a las serpientes, pues el canto del ave ponía en fuga a éstas y dos golpes de su pico en la cabeza de la víbora bastaban para matar al reptil antes de ser devorado.
En China y Vietnam es símbolo de prosperidad, incluso existen leyendas en las que se narra que una sola mirada del pavo basta para que una mujer conciba.
Para el mundo cristiano primitivo, y continuando con la tradición grecorromana del símbolo de la incorruptibilidad, el pavo real se convierte en el símbolo de la inmortalidad a la que se llega a través de la resurrección, pues el ave pierde las plumas de su esplendorosa cola durante el invierno para recuperarlas en primavera, como dice Plinio. No es difícil encontrar en la iconografía del final del primer milenio a los ángeles representados con las alas formadas por plumas de pavo real para subrayar expresamente su carácter de inmortales. Es obvio, no solo por lo ya dicho, sino también por el aspecto físico del ave en cuestión, que ésta terminó siendo uno de los símbolos directos de Cristo.
Otro de los patrones iconográficos habituales se materializa con la representación de pavos reales afrontados bebiendo de una copa o comiendo los frutos del Árbol de la Vida. El motivo viene de Persia y el Islám, pero en cualquier caso el simbolismo, desligado ya de su origen, es el mismo para todo el Occidente cristiano. Se trata de una representación de la participación del cristiano en el banquete eucarístico, en el cual el que come y bebe el cuerpo de Cristo adquiere para su alma la propiedad de inmortal transferida por el alimento consumido, de la misma manera que el ave es considerada símbolo de la inmortalidad. El Evangelio, en palabras de Jesús, lo recuerda: …El que come mi carne y bebe mi sangre alcanzará la Vida Eterna y yo le resucitaré el último día… Algunos textos clásicos ya transmitieron la idea de que la carne del pavo real era capaz de preservar, a los humanos que la consumían, de muchas enfermedades, lo que puede considerarse como antecedente del simbolismo de la eucaristía mencionado. En el mismo sentido se expresa Ibn Al-Durayhim, que insiste muy particularmente en los efectos beneficiosos de las distintas partes del pavo real para curar enfermedades, sobre todo las relacionadas con el sistema digestivo.
Por otro lado, san Agustín hace referencia al pavo real como símbolo del hombre perfecto que no se deja corromper por ningún vicio o debilidad de la carne, y de la misma manera que las plumas del ave brillan con esplendor, así también brilla el alma del justo por sus virtudes. Y de la misma forma que el canto del pavo ahuyenta a las serpientes, así también el justo ahuyenta al demonio con su meditación en la vida de Cristo y sus oraciones.
Para san Isidoro, en sus Etimologías, «…el pavo tiene un grito que produce espanto, como el del predicador que amenaza a los pecadores con el infierno; camina con soltura como los hombres que practican la humildad en sus acciones; tiene cabeza de serpiente que representa al hombre prudente; su cuerpo es de zafiro como el hombre que dirige su espíritu siempre hacia el cielo y sus alas rojas representan a los hombres dados a la contemplación del Señor; su larga cola nos muestra la duración de la vida futura; parece que tiene ojos en ella, lo cual representa al sabio que es capaz de prever el peligro de la muerte que nos acecha; la variedad de sus colores nos muestra la variedad de las virtudes…»
«…El pavo levanta la cola cuando se le admira de la misma manera que el orgulloso se hincha cuando los aduladores admiran su falsa gloria. Por lo tanto el pavo debe caminar con la cola baja como el docto debe dirigir sus actos con humildad…»
La noción de pecado está más relacionada, como dice el diccionario de la R.A.E. con la trasgresión voluntaria de preceptos religiosos, o como dice el de María Moliner: “Acción, pensamiento o palabra condenada por los preceptos de la religión”. Es evidente que la institucionalización del pecado, entendido así, ha reportado grandes beneficios a la Iglesia, al margen de que muchos preceptos hayan sido regulados en función de determinadas circunstancias históricas puntuales, comprensibles por otro lado. El problema siempre será que el pecado se mueve en el ámbito de lo moral, es decir, de las normas impuestas por la religión al individuo, y no en el ámbito de la ética, o sea, de las normas y principios que uno mismo debe elaborar desde dentro para ser proyectadas sobre los demás y construir, de esta manera, una sociedad más consciente y justa. Tal vez sea más pecado no haber buscado razones propias para respetar los derechos ajenos que cumplir preceptos y normas solo porque están prohibidos, sobre todo teniendo en cuenta que algunos de estos preceptos morales, en particular muchos relacionados con el derecho al libre albedrío, trasgreden a su vez los principios éticos más elementales.
En cualquier caso la importancia del concepto de pecado es tal que la propia Biblia comienza con la descripción minuciosa del primer pecado, también conocido como “pecado original”. Desde el principio el hombre peca. Podría incluso pensarse que indirectamente el hombre se podría definir como pecador por naturaleza propia, viene ya con manchas de origen. Naturalmente el primer pecado es el de acceder al conocimiento (la ciencia del bien y del mal), justamente eso que nos hace libres o, al menos, nos da una cierta autonomía consciente para serlo, algo solo para uso exclusivo de Dios, en realidad algo que sustenta el poder de Dios sobre el hombre, o sea, algo que fomenta la ignorancia de éste, el cual solo habrá de limitarse a obedecer sus mandamientos. De lo contrario uno puede ser reo del pecado de la soberbia. Todos recuerdan la caída de Luzbel para convertirse en Lucifer, un sujeto alado que pretendió ser tan listo como Dios y fue castigado al fuego eterno, un fuego que, por cierto, fue ya abolido recientemente por un Papa.
La Iglesia, en su celo por acotar territorios y definirlos en esto del pecado, anduvo siempre diligente para perfeccionar la larga lista de pecados que el hombre puede cometer. La lista más importante es la de los “pecados capitales”, así llamada porque según santo Tomás de Aquino estos pecados, que al principio fueros ocho y luego se quedaron en siete, son el origen de todos los demás y están en la propia naturaleza humana de forma casi genética, de manera que el individuo siente una especial inclinación por este tipo de trasgresiones. Cabe pensar que si están en la propia naturaleza humana, que es obra de Dios, alguien debió de errar en la fabricación. Pero, como se puede deducir de todo lo dicho, el estamento clerical puso sus parches en la obra del creador, seguramente por puro afán perfeccionista y, desde luego, para hacer sonar la caja registradora, aunque en realidad no haya facturas.
El primero de los pecados capitales es la SOBERBIA. Tradicionalmente, casi todos los autores más ortodoxos consideran este pecado como el origen principal del resto de pecados. A la soberbia se la define por el deseo de sentirse más importante que los demás, por sobrevalorarse uno mismo en la creencia que todo lo que uno hace o dice está por encima de lo que hacen o dicen los demás, lo que, a su vez, lleva a no reconocer los errores propios, pero en cambio considerarlos como tales en los demás. No hay nada que irrite más al soberbio que la soberbia ajena.
La AVARICIA es el deseo desmedido de posesión de las cosas materiales, es decir de las riquezas, el aprecio por lo tangible y el desprecio de lo espiritual. El avaro es un miserable que tiene todas las preocupaciones del rico y todas las penalidades del pobre pues su obsesión es evitar gastos por encima de todo. Para santo Tomás la avaricia es un pecado que va directamente contra Dios que, se supone, es el paradigma de la generosidad.
La ENVIDIA está siempre asociada, directa o indirectamente, a la avaricia y a la soberbia, pero en este caso para desear poseer los bienes ajenos hasta el punto de desear el mal al prójimo, lo cual es causa de satisfacción para el envidioso. Como dijo Quevedo, “la envidia va tan flaca y amarilla porque muerde pero no come”; o Miguel de Cervantes en el Quijote: “¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo; pero la envidia no tal sino disgustos, rencores y rabias”.
La IRA es el sentimiento desbocado del enfado y el odio mezclados dirigido a los demás. La intolerancia es su cauce natural y no pocas veces la xenofobia cuando se mezcla con la política, la religión o la ideología, proceda ésta de donde fuere.
LUJURIA es el exceso de pensamientos y actos de carácter sexual, lo cual conlleva un alto grado de adición en general. Es el pecado que más ha utilizado la Iglesia para hacer caja, habida cuenta de que las pulsiones de carácter reproductivo están en la esencia genética de la naturaleza, que se sirve del sexo para la conservación y supervivencia de la especie, algo que no podemos olvidar a la hora de analizar en profundidad las características y circunstancias de esta tendencia natural. De éste pecado también se derivan muchos otros de una u otra forma, dando lugar a una casuística considerable que, a su vez, se ve reflejada en la iconografía románica.
GULA. El exceso en la comida y la bebida o el apetito desbocado y sin medida define muy bien este pecado sumamente destructivo para la salud.
PEREZA. Podría parecer a más de uno que este pecado es más un estado de ánimo de dejadez o abandono como consecuencia de una experiencia previa, ya sea por excesos físico o mentales, lo que podríamos llamar cansancio, pero la moral ya se ha encargado de trasformar los posibles beneficios psicológicos de este estado natural en abandono del interés por las cosas cotidianas, sobre todo de las espirituales, algo que no conviene en absoluto al estamento clerical.
Desde el Levítico –donde se imparten las primeras reglas y preceptos sobre lo que se puede y no se puede hacer–, hasta los comienzos de la Edad Media –cuando están ya en todo su vigor los libros penitenciales–, se hace patente la necesidad de regular cada vez más el sacramento de la penitencia. Al principio todo era un poco caótico.
En la iglesia primitiva, el espinoso tema de la penitencia había sido un auténtico problema, sobre todo porque el cristiano tenía que mantener siempre su estado de limpieza moral adquirido con el sacramento del bautismo. Así que el feligrés que cometía un pecado grave, si quería obtener un hipotético perdón, era expulsado prácticamente de la sociedad, ya que se le privaba de sus bienes e incluso de su familia, pues podía ser desterrado y verse obligado a engrosar las largas filas de penitentes hasta el final de sus días, lo que le empujaba a vivir permanentemente de la mendicidad o, lo que es lo mismo, de la caridad del prójimo, a pesar de todo lo cual ya tenía muy comprometida su salvación eterna. Todo ello se agravaba porque el acceso al sacramento de la penitencia era de carácter público y se llevaba a cabo una sola vez en la vida.
Este sistema tan riguroso no convenía a ningún grupo social, entre otras cosas porque fragmentaba peligrosamente la cohesión social y familiar e, indirectamente, empujaba a pecar sin medida ni remordimientos de ningún tipo, con toda tranquilidad, porque ya al final de la vida, o en trance de muerte inminente, el pecador podía confesarse, era absuelto y se le imponía una penitencia que, en cualquier caso, aunque fuera abusiva, ya no tenía la más mínima importancia. Todo este estado de cosas degeneró en excesos en la comisión de todo tipo de transgresiones, lo que obligó al clero a poner freno y mesura en la vida de los parroquianos y a gestionar y regular todas las modalidades de pecados, y no solo el de la lujuria, aunque éste último tuvo especial atención, como veremos.
Para forzar en lo posible la aceptación del concepto de pecado –y sobre todo sus consecuencias– por parte del pueblo, se utilizó el miedo al infierno entre otros muchos miedos: Todo aquel que muriera accidentalmente en pecado, es decir, sin haberse confesado, ardería en el fuego toda la eternidad. El clero ya se había ocupado con dedicación a pintar, con dramáticos colores, todo tipo de castigos y demonios que hacían flotar amenazantes sobre la débil mente del parroquiano, íntimamente aterrorizado con semejantes perspectivas.
Históricamente el infierno había tenido muchos ingredientes procedentes de otras culturas, así que era más bien un lugar indefinido y confuso, teñido incluso con matices folclóricos en muchas regiones. Pero desde finales del siglo X y comienzos del XI, se convierte en el lugar más conocido y temido de la cristiandad. Desde los púlpitos se describen sus penas y tormentos, los monjes meditan permanentemente sobre el escatológico lugar y, en algunos casos famosos, incluso se narran visitas particulares, en persona, de clérigos a los que, por la gracia de Dios obviamente, se permite el acceso al lugar, básicamente para dar fe de que los horrores y castigos que allí se practican son tan terribles como ciertos. Tal es el caso, entre otros muchos, del monje benedictino Alberico de Settefrati (1130), el cual fue transportado por una paloma a las puertas del infierno donde San Pedro –por otro lado portero celestial–, acompañado por dos ángeles, actuó de guía a lo largo de la hedionda caverna. Allí fue viendo en distintos parajes como se castigaba a los condenados: A los fornicadores se les torturaba en un valle gélido; las mujeres lujuriosas, sobre todo las que se negaron a amamantar a sus bebés, eran colgadas por los pechos que, al tiempo, eran mordidos por serpientes, imagen que ya se había convertido en estereotipo del pecado de la lujuria; las adúlteras eras colgadas por los pelos y quemadas; a los adúlteros que además no se han abstenido sexualmente el día del Señor, se les obliga a bajar por una escalera de hierro al rojo vivo hacia un estanque de pez hirviendo; a los tiranos y a las mujeres que abortan se les asa en hornos; a los homicidas se les arroja en un lago de fuego del color de la sangre; a los obispos que permiten ejercer a clérigos corruptos se les sumerge en calderas de pez, plomo, estaño y azufre hirviendo; los dragones, serpientes y otros animales infernales atacan indiscriminadamente a todo tipo de pecadores como ladrones, falsos testigos, perjuros, sacrílegos, mentirosos, y un largo etc.
En este tipo de narraciones se suele contar, por añadidura, que incluso se ha visto a algún vecino de determinada localidad, ya fallecido, siendo torturado por la legión demoníaca, lo cual enfatizaba el realismo de la escena y aumentaba la credibilidad de la parroquia que sabía, por supuesto, que el tal fulano había sido en vida un desalmado y se lo tenía bien merecido.
Como dejamos dicho, algunas de estas escenas, animales demoníacos y pecadores, suelen dejarse ver en multitud de canecillos y capiteles románicos, cuya presencia no hace más que testimoniar gráficamente la doctrina que se impartía al pueblo por parte del estamento clerical. Y no solo en el románico sino también en la historia de la pintura, uno de cuyos maestros más paradigmáticos, el Bosco, dedicó gran parte de su obra a describir los terroríficos paisajes infernales.
Por supuesto no todo el mundo llegó a creer ciegamente en la realidad del infierno. La inducida presencia de un infierno tan dramatizado y confuso en la conciencia colectiva del pueblo, comenzó rápidamente a ser matizada por los teólogos, molestos quizá por la falta de rigor descriptivo y exceso de superficial parafernalia, para convertirla en algo serio y creíble. No faltaron voces como la de San Bernardo, el cual llegó a insinuar que para infierno, el de esta vida, con cuyas tribulaciones, sufrimientos y penitencias el alma se purifica evitando así los tormentos eternos que vienen luego en la otra. Ello no le impide describir esos tormentos como estrictamente físicos, es decir, dirigidos exclusivamente a los sentidos, a los que se somete al frío, al fuego, a olores espantosos, horrendos sonidos, pavorosas visiones y todo ello en medio de la oscuridad, tal vez el único de carácter psicológico que menciona. Todo ello da lugar a un estado general, por lo que a la feligresía se refiere, de temor escatológico y de aceptación de las penas y fatigas que a uno le puedan venir en esta vida, como parte de un programa controlado de salvación eterna de enorme éxito, tanto que ha llegado hasta casi nuestros días.
Mientras tanto, el tipo de confesión pública vigente antes mencionada, tan canónica como inhumana, va transformándose y evolucionando lentamente hasta convertirse en privada durante el siglo V, cuando comienzan a escucharse voces en favor de una confesión más llevadera, como es el caso de San Juan Crisóstomo de Antioquia (Siria, 347 – 407), patriarca de Constantinopla y considerado por la Iglesia Católica como uno de los Padres de la Iglesia de Oriente, el cual dice: “Si pecas por segunda vez, haz penitencia por segunda vez, y cuantas veces vuelvas a pecar ven a mí y yo te curaré”, lo que le costó ser acusado por sus contemporáneos de contravenir las normas eclesiásticas, pero dejó sembrada la semilla del cambio que terminó abriéndose camino en el árido terreno mental de la época.
A partir del siglo VI la iglesia anglosajona va introduciendo en el resto de la cristiandad este nuevo modelo de penitencia en el que la confesión se realizaba en privado, tantas veces como fuera necesario y relativa a todo tipo de pecados, no solo los más graves como hasta entonces.
Como casi siempre, no faltaron voces contrarias a las nuevas costumbres que se estaban imponiendo. Esta vez fue en el III Concilio de Toledo que, convocado por Recaredo, se celebró el 8 de mayo de 589 y en cuyas actas se dice: “En algunas iglesias de España, los hombres hacen penitencia por sus pecados no según los cánones establecidos, sino de una forma censurable, de modo que cada vez que pecan le piden reconciliación al sacerdote. A fin de acabar con esta presunción abominable, este santo concilio establece que la penitencia sea dada según la forma canónica de los antiguos (canon 11)”. La desobediencia, según se especifica en las conclusiones, es castigada con la confiscación de la mitad de los bienes para la clase alta y, para la clase baja, la pérdida total de las propiedades y el destierro además de la excomunión temporal.
Este fue el último intento serio para mantener las cosas como estaban, porque a partir de ese momento, poco a poco, se va imponiendo el nuevo modelo que, a medida que se consolida y perfecciona, va necesitando, como es lógico, la elaboración de normas que regulen su práctica.
Habida cuenta de las necesidades de la época en el orden moral y social antes apuntadas, los primeros libros penitenciales comienzan a circular con normalidad a partir del siglo VIII y son, básicamente, una ayuda de primer orden para el confesor, que encuentra en ellos una nómina completa de pecados con sus correspondientes penitencias; y no menos para el creyente, que de esta manera ve más clara la justicia tanto divina como humana, por no mencionar el hecho de que con estas normas sabe a qué atenerse con respecto a sus actos, como sucede con el derecho romano, uno de los antecedentes de los mencionados penitenciales.
Este ordenamiento plasmado en los penitenciales rebaja considerablemente la presión ejercida sobre el pecador en etapas anteriores permitiéndole, sobre todo, acceder ahora al sacramento de la penitencia de forma más relajada, entre otras razones, además de las ya expuestas, porque las penas pasaron de ser eternas a temporales, por muy abusivas que fueran, porque es justo reconocer que el fundamentalismo del clero en España gravó en muchos casos los castigos con una excesiva duración en comparación con otros penitenciales europeos. Con el tiempo, y básicamente por esta razón, se fue introduciendo la costumbre, sobre todo en las clases altas, de traspasar la sanción a terceras personas e, incluso, sustituir la pena por estipendios o encargos de misas, de manera que un pecado grave con varios años de mortificaciones podía quedar reducido a unos pocos días tan solo, lo que producía en el pueblo una cierta sensación de impunidad en beneficio de los pudientes, que no favoreció en nada el espíritu que se buscaba.
Una vez que la confesión se hace en privado y cuantas veces fuera preciso, la Iglesia va introduciendo poco a poco, y con el fin de consolidar la presencia del sacramento en la vida cotidiana, la obligatoriedad de confesar los pecados al menos dos o tres veces al año, sobre todo si el pecado es mortal.
La estructura del corpus básico de los penitenciales es siempre la misma, aunque es curioso observar en los distintos libros cómo algunos pecados desaparecen sustituidos por otros distintos, y ello debido a que se trata de una relación confeccionada sobre casos prácticos basados en las forma de vida de las distintas regiones del mapa cristiano, lo cual proporciona, en contrapartida, ciertas facilidades para estudiar los distintos grupos étnicos en lo referente a costumbres y usos que, en muchos casos, vienen a aclarar la dureza o flexibilidad de las reparaciones que se asignan a cada pecado.
El confesor se encarga de explicarle todo este listado de pecados y penitencias al creyente leyéndole, si es necesario, el propio libro penitencial, escrito normalmente en latín, pero con glosas marginales aclaratorias anotadas en el habla al uso que, en el caso del penitencial silense, empiezan a escribirse en un incipiente idioma popular, el “roman paladino en qual suele el pueblo fablar a su vecino”, es decir, los primeros pasos del español derivados del latín que poco a poco se iba deshaciendo y olvidando.
Uno de los últimos penitenciales ve la luz con esta intención a principios del siglo XI. Lo escribe Burchard de Works, obispo de esta localidad, aunque nacido en la villa de Hesse (Alemania) en el año 965. Su famoso “Decretum”, escrito entre 1008 y 1012 es un compendio de todo lo recogido anteriormente sobre el particular, como él mismo reconoce. El uso de la tradición moral y de los textos de las autoridades religiosas precedentes le sirven como justificación para legitimar su obra y, por si no fuera suficiente, adjudica directamente a Dios “todo lo útil y valioso que de sus páginas se pudiera extraer”. De esta forma evita cualquier discusión o controversia que pudieran generar sus textos. Lo cierto es que este penitencial, al ser uno de los últimos, contiene uno de los catálogos más amplios de pecados de entre todos los existentes, y refleja, sobre todo, algunas costumbres particulares de su zona de influencia.
Pero como todas las cosas, también estos libros con penitencias estipuladas entraron en decadencia, sobre todo a causa de los abusos arriba consignados con respecto a la redención de las penas. Su abolición definitiva vino de la mano de Gregorio VII (1073 – 1085), aunque el espíritu de fondo y su uso siguieron manteniéndose durante mucho tiempo.
Es también evidente que gran parte de la iconografía sexual representada en las iglesias románicas no es más que una reproducción ilustrativa de algunos de los pecados que se consignan en los libros penitenciales, y están para servir al creyente de recordatorio en lo que respecta a sus obligaciones morales y los castigos a los que puede verse expuesto si no sigue las normas. Por lo que ya hemos visto queda claro que las antiguas, y paganas (para el cristianismo), tradiciones culturales icónicas relacionadas con la fertilidad agrícola, animal y humana, están detrás, en el inconsciente colectivo, de otra gran parte de la figuración escenificada en los templos, que sigue manteniéndose con la permisividad del clero ante la imposibilidad real de erradicarla, habida cuenta de su milenaria tradición. Lo que hará el estamento religioso es empezar a modificar sutilmente su contenido simbólico sin cambiar el continente físico. Con ello conseguirá en un plazo relativamente aceptable, llegar a la meta perseguida, que no es otra que eliminar ciertas imágenes, como éstas de que hablamos, no solo de su soporte físico, como es el edificio religioso, sino también de la cabeza de los feligreses.
Desde tiempos remotos el pez ha estado asociado a la divinidad de una u otra manera. Se pueden ver ya peces en el Paleolítico junto a retículas o zig-zags (agua, humedad) sobre el útero de la diosa, como en una ánfora griega del 700 a. C., o sobre astas y huesos en yacimientos del Paleolítico superior del norte de España y sur de Francia.
También fue utilizado, junto con el ciervo, como objeto de ofrendas a la diosa en su acepción de dispensadora de vida, lo que se ha podido comprobar en algunos yacimientos del 6000 a. C., como el de Lepenski, en la antigua Yugoslavia, donde los restos de grandes siluros y lucios fueron hallados intactos, lo que viene a demostrar que no fueron consumidos sino ofrendados.
Sucederá esto mismo en el Neolítico y Calcolítico donde se constata la presencia de vasos rituales pisciformes, peces modelados en arcilla y grabados sobre piedras de ofrendas o altares. Más tarde, en un vaso minoico encontramos la representación de un pez de cuya boca sale una forma uterina -identificable por su reticulado característico- en cuyo interior se encuentra otro pez, en este caso en gestación.
Esta asociación del pez con la divinidad es común en la mayor parte de las culturas del Extremo Oriente, así como en la zona de Asiria, Caldea, Babilonia, Mesopotamia y Egipto. En las regiones marítimas del norte de Europa, cuya vinculación con el pez es obvia, se decía que el pez fue adquiriendo inteligencia gradualmente, como el hombre, hasta que en un momento dado se convirtió en un ser fabuloso mitad hombre y mitad pez, acaso la primera referencia iconográfica del que luego sería Neptuno o Poseidón. De momento fenicios, filisteos y algunos otros pueblos de la zona del Eúfrates Medio asimilan al hombre-pez con su dios Dagón, cuyo culto estaba muy extendido también en Siria y Palestina. En cualquier caso, el pez está aquí íntimamente conectado con la idea de fecundidad, a su vez vinculada con lo húmedo. Para los sumerios concretamente, todo aquello que posee vida procede del principio húmedo.
En el Asia occidental se simbolizaba la fertilidad con las piñas del cedro, pero sobre todo con el icono del pez, y allí le veremos representado, con cabeza y brazos humanos, en gran cantidad de cilindros-sellos, a veces ofreciendo sacrificios en aras y oficiando de ministros-sacerdotes de Oanes-Dagón, o también como víctimas propiciatorias al propio dios, en cuyo templo de Asdod depositaron los filisteos el Arca de la Alianza tras arrebatársela a Israel en el lugar de Afeq (Libro I de Samuel 5, 1-5).
La representación del hombre-pez persiste en monedas cretenses acuñadas, bajo la influencia fenicia, en la ciudad de Itán, en este caso vinculadas a Baal- Itán, dios que porta como atributo un tridente en su mano derecha, lo cual le aproxima mucho más a Poseidón. En este momento el icono suele usarse como amuleto y emblema masculino de la fecundidad, cuyo complementario se produce en las zonas de Siria, Caldea y Fenicia en forma de mujer-pez y con las mismas connotaciones simbólicas. De ahí surge, a su vez, la primera imagen de las nereidas, diosas de las aguas en el mundo clásico, pero de ellas hablaremos más adelante.
Procedente de la mitología Caldea nos encontramos con el dios Ea, dios de la sabiduría, con cabeza de antílope y cuerpo de pez. Era también el protector del conocimiento y de las artes y su poder se extendía sobre todas las corrientes de agua, estanques y lagos y sobre todas las aguas que descendían de lo alto -las llamadas Apsu-, bien en forma de lluvia, de nieve, de rocío o de granizos. Su efigie fue adoptada, en general, en todo el mundo clásico y en particular por el emperador Augusto en monedas.
En Egipto también está presente la imagen del pez. Osiris, señor de la Duat -el mundo subterráneo-, es raramente representado en forma de animal, pero a veces puede aparecer en forma de pez, como cuando va a ser momificado por Anubis, simbolizando la inmortalidad y la metamorfosis representadas en Abdyu e Inet, peces que vivían en las aguas del Nilo cuando Seth, hermano de Osiris, arrojó a éste al río dentro de un sarcófago de madera para deshacerse de él. En la localidad de Oxirrinca se negaban a comer el pez oxirrinco por el protagonismo negativo que había tenido en la dispersión del cuerpo descuartizado del dios, pues devoró su falo. Dichos peces representan en los jeroglíficos las palabras cadáver y viuda, según su asociación con otros ideogramas, particularmente en un texto encontrado en la tumba de Mereruca. Para otros fue un barbo -barbus bynni- el culpable, por lo cual su ideograma viene a significar abominación.
A pesar de lo cual, el resto de los peces, pero sobre todo los pargos, eran respetados porque se creía que su presencia anunciaba la esperada crecida fecundante del Nilo. De hecho algunas especies fueron consideradas sagradas; y como, a pesar de todo, eran la base alimentaria de la clase menos favorecida, es decir, la mayoría, en el período que duraban algunas fiestas, como la de Joiak por ejemplo, estaba mal visto tocar a una persona que hubiera consumido pescado.
En Grecia, como cuenta Luciano, había junto al templo de Hierópolis un estanque donde se criaban peces en honor de Astargatis, los cuales eran venerados junto al dios. Comían de la mano de los sacerdotes. Y lo mismo sucedía en Roma, ahora en el espacio sagrado que rodeaba el templo del Janículo, donde también se descubrió, en excavaciones recientes, otro estanque similar. Este tipo de estanques sagrados los encontraremos por toda Asia y es muy posible que sean el origen de los estanques de los jardines de las culturas occidentales, aunque éstos son claramente de carácter ornamental.
En sus primeros momentos, el cristianismo entronca con esta asociación del pez con la divinidad, entre otras razones por una simple cuestión de influencia geográfica, pues sus primeros pasos se dan en los mismos lugares; por no hablar de los conceptos de fecundidad y regeneración vinculados a la figura del Dios cristiano como antes lo habían sido con los dioses paganos. Al final los cristianos terminaron identificando simbólicamente el icono del pez con Jesucristo de tal manera que comenzaron a reproducir su imagen en todo tipo de materiales (cristal, piedra, metal, madera e incluso en piedras semipreciosas para la confección de joyas) y en todo tipo de objetos de uso cotidiano, y muchas veces como amuletos protectores, lo cual no era sino seguir con las tradiciones seculares paganas.
Lo mismo sucedió con la palabra ICTUS -en griego pez-. Cada una de sus letras fue tomada por inicial del acróstico Jesús Cristo Hijo de Dios Salvador, lo que vino muy bien como señas de identidad encriptadas para los primeros fieles cristianos, acuciados por las persecuciones y obligados a mantener su fe en el más absoluto de los secretos. Éstos se llamaban entre sí hijos del Gran Pez Celestial.
De la difusión del grafismo del pez tampoco fueron excluidos los monumentos funerarios. En el epitafio del obispo Abercio de la frigia Hierópolis se puede leer: …La fe me encaminó por todos los lugares y en todos me alimenté del Pez, grande, inmaculado, pescado por una virgen la cual también le ofrecía como alimento a sus amigos. Ella tiene también un pan y un vino deliciosos… Es difícil que nadie ajeno al conocimiento del misterioso Pez pueda saber que en la lápida se está hablando de Jesucristo, de la Virgen María, del bautismo y de la eucaristía.
La imagen del pez se extiende desde Roma al resto de la Europa cristiana para ir decayendo su uso alrededor de los siglos VI y VII.
En lo que se refiere a la Biblia, son muchas las referencias al pez, y muchas de ellas significativas con respecto a lo dicho anteriormente, como la del milagro de la multiplicación de los panes y los peces con el que Jesús dio de comer a una multitud y del que muchos ven referencias directas al sacramento de la eucaristía.
En otra dirección apunta el texto evangélico de san Mateo (13, 47) en el que se dice: …También es semejante el reino de los cielos a una red que se echa en el mar y recoge peces de todas clases. Cuando está llena la sacan a la orilla, se sientan los pescadores y recogen en cestos los buenos y tiran los malos. Así sucederá el día del fin del mundo, saldrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos y los echarán en el horno del fuego…Los peces aquí son ya un símil del género humano; podría decirse que descienden un nivel en su categoría. En el románico tal vez lo hagan más, limitándose muchas veces tan solo a definir o aclarar el significado del grafismo usado para representar el agua -líneas onduladas o dentadas paralelas-, a primera vista confuso, pero diáfanamente claro si entre estas líneas hay peces.
Los bestiarios recogen en el apartado de los peces los textos de las “Etimologías” de san Isidoro, donde se apunta que pisces viene de la palabra pascere -criar, alimentar-; hay innumerables clases de peces, cada una con sus costumbres y particularidades. Ponen huevos y confían su eclosión a las aguas. …Es por tanto el agua la que les da forma y vida, pues es madre de todo lo viviente por las leyes inmutables del creador… Otros paren crías vivas de su cuerpo, como ballenas, focas y delfines, a las cuales protegen con solicitud de madres …vigilando cualquier amenaza y tomándolas en la boca para esconderlas en el vientre que las fecundó. Mientras, los hombres, que llevan el odio en su corazón, matan a veces a sus hijos e incluso han llegado a comérselos en épocas de hambre, siendo así la madre la tumba de sus hijos…
Y siguen los bestiarios… se depositó por su propio peso el huevo fecundado y salió de él el pez por sus propios medios ¿Qué puro y qué limpio modo de generación en el que nadie se interpone ni interfiere. Los peces no saben de contactos con peces de especies distintas a la suya. Solo por obra del hombre se crean nuevas especies pues cruzan burros con yeguas y caballos con burras, lo que para la Naturaleza es un verdadero adulterio… Está claro que con su industria el hombre es capaz de producir en su propio beneficio bestias de carga, aunque para los bestiarios, que no ocultaban la posición de la Iglesia en esta materia, sea a través del adulterio. Al contrario, continúan las etimologías, …¡cuán tierna madre es el agua! Venérala, pues has visto odios, agravios de los hijos a los padres y de éstos a aquellos. Los peces en cambio, por su naturaleza, no pueden vivir fuera del agua y si alguna vez se les saca de ella mueren… , suponemos que dando a entender que las leyes inmutables de la Naturaleza, mencionadas más arriba, son caldo de cultivo además de la bondad y del bien. Aunque no siempre es así pues también …están sujetos a la ley de la fuerza según la cual el más fuerte se come al más débil y, a su vez, aquel es devorado por otro aún mayor, por lo que es posible que devorado y devorador se encuentren uno en las entrañas del otro y ambos en las de un tercero… Pero los peces deben servir al hombre como espejo donde se reflejen sus vicios y por ello debemos evitar que el débil sea víctima del poderoso …no sea que el poderoso que perjudica al débil se tope con otro más poderoso aún y sea, a su vez, devorado… lo cual como colofón a las descripciones moralizantes de los bestiarios medievales podríamos considerar como muy interesante, sobre todo por su plena vigencia.
Narran algunas leyendas antiguas que las crías del pelícano nacen tan débiles que parecen muertas, o bien que eran asesinadas por las serpientes, según los casos. La cuestión es que el pelícano, al verlas en ese estado, se desgarraba un costado y derramaba su sangre sobre la nidada, de tal manera que devolvía la vida a sus polluelos.
Para el Fisiólogo «…el pelícano ama desmesuradamente a sus crías las cuales, cuando comienzan a crecer, golpean a sus padres en el rostro y éstos, a su vez, hacen lo mismo causándoles la muerte. Pero luego se compadecen y los lloran por tres días doliendose por aquellos a quienes mataron. Después, al tercer día, la madre se hiere el pecho y rocía con su sangre los cadáveres de los polluelos y aquella sangre los devuelve a la vida…
…De esta misma manera Nuestro Señor Jesucristo nos dice por boca de Isaías(1-2): …Hijos crié y saqué adelante y ellos se rebelaron contra mí. El Creador nos engendró y nosotros lo golpeamos. ¿Cómo hemos podido hacer esto? Los impíos y pecadores llegándose hasta la cruz hirieron y abrieron el costado de Cristo y de él salió sangre y agua que lavó su culpa con bautismo de penitencia…
Básicamente esta descripción del primitivo bestiario se mantuvo hasta ya bien pasada la Edad Media, aunque con más o menos matices, pero siempre sobre cuestiones de menor importancia, entre ellas sobre si la sangre del pelícano era solamente rociada sobre las crías o bien éstas la bebían, motivo por el cual podría el pelícano ser el símbolo de la Eucaristía, en la que se bebe la sangre de Cristo o, por el contrario, de la Penitencia, pues la sangre y el agua derramados por el costado del Salvador lavaron, en definitiva, nuestras culpas con el agua del bautismo y la sangre de la penitencia. Una vez muerto por nuestros pecados, Jesús resucitó. En definitiva esta es la causa por la que el simbolismo cristiano tiene al pelícano por representante y emblema de Jesucristo y su Resurrección y del amor paterno.
Lo cierto es que esta leyenda proviene de otra anterior, en este caso egipcia, de donde parece ser oriundo el pelícano según casi todos los bestiarios, y que atribuye al buitre la misma biografía que, posteriormente, san Jerónimo y san Agustín, allá por el siglo IV, modificaron en favor del pelícano. Para los egipcios era el buitre el que, a la vista del hambre mortal que sus polluelos padecían a veces por la dificultad de encontrar comida, rasgaba con su pico una de las venas de sus patas y con esto revivían de nuevo, como podemos ver en el “Hieroglyphica” de Horapollo, especificando, además, que lo que hace el pelícano es quemar sus alas para defender a sus crías, aunque no da detalles sobre cómo se las apañaba para encender el fuego.
Es obvia la dificultad de comparar a Jesucristo con el buitre, no solo por su aspecto físico, relativamente repugnante, o por ser representante de algunos dioses paganos, sino también por alimentarse de carroñas, extremo éste ya imposible de manejar con vistas a moralizar a los fieles cristianos por parte de los Santos Padres y el resto de los eclesiásticos posteriores. Era evidentemente más fácil trasponer estas características al pelícano, ave de mejor aspecto físico y de color más adecuado a las circunstancias.
Algunos bestiarios posteriores, como el de San Petersburgo o el de Oxford aportan algunos datos más informativos, en los que se hace hincapié sobre su procedencia egipcia, en el desierto que acompaña a las aguas del Nilo en su recorrido, y su nombre, canope, que viene a significar Egipto. Come peces y conchas que almacena en su pico y después las entrega a sus crías, o bien lagartos y cocodrilos. Plinio añade que no tiene estómago para retener el alimento, por lo cual no tiene digestiones pesadas, estando siempre en perfecto estado.
…El pelícano es Cristo, en sentido místico, que vive en el desierto porque no tiene pecado. Mata a sus crías con el pico, como Cristo mata la incredulidad para implantar la fe que devuelve la vida espiritual. Con su sangre devuelve a la vida a sus polluelos a los tres días como, Cristo lo hizo con su propia sangre. Se debe entender como pelícano al que huye de los placeres de la carne, y por Egipto la tinieblas de la ignorancia y el pecado. Todo lo que traga lo digiere rápidamente porque no tiene órgano que retenga el alimento y así vive más confortado, como debe de hacer el ermitaño, evitando las digestiones pesadas y alimentándose solo del pan necesario para vivir, que es la manera de tener el espíritu siempre dispuesto para elevarlo a Dios…
Ibn Al-Durayhim, en cambio, se encuentra totalmente alejado de toda la información precedente a pesar de su evidente conocimiento de otros documentos anteriores. Para él …el Suriyanas, que es el pelícano, y según muchos autores, es un ave marina con un gran pico en el que hay varios agujeros con los que produce sonidos y melodías asombrosas y turbadoras, distrayendo a todo aquel que lo oye y sobre todo a los marinos, los cuales le llaman flautista. Parece que su vesícula mezclada con almizcle, disuelta en agua de sésamo y aspirada por un loco, lo cura… (valga el involuntario juego de palabras).
Es difícil distinguir en el románico los iconos de la perdiz y la codorniz. En los dos casos en los que pueden verse ambas -la codorniz en Castrillo de Onielo y la perdiz en Vertavillo-, en la provincia de Palencia, solamente los vecinos son capaces de informar sobre su verdadera identidad y como son gente muy conocedora de estas especies, pues aún hoy siguen correteando por sus campos en número importante, hemos preferido hacerles caso en sus apreciaciones para identificarlas. En los bestiarios sucede lo mismo, aunque en estos resulta más cómodo diferenciarlas por los distintos colores que se las aplica. Sin embargo, las siluetas son prácticamente las mismas.
En la antigua China y otros países orientales el grito de la perdiz, de apariencia desagradable, era considerado como llamada de amor y lo mismo sucedía en la vieja Europa, teniéndola además por modelo comparativo con el porte de la mujer grácil y elegante y considerando su carne con propiedades afrodisíacas.
En el occidente cristiano, la perdiz tiene, desde el punto de vista simbólico, connotaciones totalmente contrarias a las de la codorniz. Efectivamente, ya Jeremías (17, 11) lo advierte: …La perdiz incuba lo que no ha puesto; así es el que hace dinero, más no con justicia: en mitad de sus días lo ha de dejar y a la postre resultará un necio… De tal manera que desde entonces (siglo VII a.C.) la perdiz es el símbolo del ladrón y el más grave de los latrocinios que es robar los hijos del prójimo, aunque este último extremo es cosecha posterior de bestiarios más cinegéticos o científicos.
En ello abunda Aristóteles aunque con matices, pues según él, la hembra y el macho de la perdiz empollan los huevos en nidos distintos y se los roban mutuamente.
El Fisiólogo se hace eco literal del hecho citando también a Jeremías: …Clamó la perdiz cogiendo a los que no había engendrado…, -en traducción menos literal-, para seguir… Incuba los huevos de otros y alimenta a las crías. Cuando alcanzan la madurez, cada una de ellas vuela hacia sus verdaderos padres, abandonando de esta manera a la perdiz. De esta misma forma se apodera el demonio de los infantes, pero cuando se hacen mayores vuelven de nuevo a Cristo y abandonan al demonio. Si alguien está en pecado y luego se arrepiente, es como si escapara del demonio, que es la perdiz, para acogerse a los apóstoles y a los profetas… Avalan esta acusación san Epifanio (Fisiólogo IX), san Ambrosio (Hexamerón VI, 3) y san Isidoro (Orígenes XII, 7-63).
A pesar de todo ello, en la iconografía cristiana primitiva se representa a veces a la perdiz desprovista de sus matices negativos y más próxima a la sencillez de la vida rural y de su habitat típico, que no es otro que el de los viñedos, entre cuyas cepas planta sus nidos. Por eso es fácil verla representada en lápidas funerarias en las catacumbas, acompañada de hojas de parra o racimos de uvas.
Los bestiarios medievales aportan algunos datos más sobre sus costumbres. Describen de forma parecida su habilidad para construir su nido o escondite, cubriéndolo de espinos para dificultar el ataque de los distintos animales que las acosan, o bien cómo tapan los huevos con tierra para ocultarlos a la vista de la alimañas. Cuando regresan al nido lo hacen a escondidas para que nadie descubra el lugar y, a veces, cambian los huevos de lugar para despistar a su pareja que, como ya vimos, se los roba a menudo. Algunos bestiarios árabes justifican en parte esta actitud especificando que esto solo sucede cuando, por accidente, sus huevos se ven dañados y, empujadas por su instinto maternal, reunen una determinada cantidad de huevos de otros nidos con el fin de criarlos. Suelen pelear entre ellos en época de celo y la hembra se queda fecundada solo con el olor si el viento sopla en la dirección del macho. Los machos vencidos han de soportar habitualmente el escarnio de ser poseídos sexualmente como si de hembras se tratara, lo que añade matices más negativos aún a los que ya tenía.
Si se acerca alguien al nido, la hembra comienza a desplazarse en dirección contraria aparentando que está herida, de manera que siempre logra desviar hacia ella la atención del asaltante, el cual, pensando que es presa fácil, la persigue. Pero cuando éste se encuentra ya lejos del nido, huye rápidamente burlándole. También los polluelos son precavidos porque, cuando saben que les han visto, se tumban en la tierra y escarbando con sus patas se entierran, ocultándose completamente a la vista.
El perro, al igual que el macho cabrío, está ligado, en sus primeros pasos iconográficos -desde el Neolítico Medio hasta el Calcolítico-, con la simbología de la estimulación de la fuerza vital, favoreciendo además el desarrollo de los ciclos lunares y el crecimiento de las plantas, particularmente cuando van asociados a columnas o árboles vitales y acompañados de grafismos serpentiformes y espirales -como en las vasijas de cerámica de Sipenitsi (3900 – 3700 a.C.), en Ucrania-.
En otras ocasiones, la imagen del perro se reproduce en filas y con la luna, creciente o llena, intercalada -en un vaso de cerámica hallado en Trusesti (3800 – 3600 a.C.), Rumanía-, con el mismo simbolismo ya mencionado. Esta iconografía del perro que aúlla a la luz de la luna no nos es desconocida, pues ha viajado hasta nuestros días. Más tarde, entre el Neolítico Tardío y la Edad del Bronce, el perro flanquea en ocasiones la imagen de la diosa o, de nuevo, el árbol sagrado, pero pronto será sustituido por la imagen del león.
El perro aullador siempre presagia la muerte, sobre todo en el folklore europeo, tradición que aún persiste. Cuando un perro aullaba en los alrededores de la casa de un enfermo era señal de que ya no tenía posibilidades de recuperación.
En la antigua Grecia, los perros aullaban con la aparición de la diosa Hécate, diosa lunar con poderes sobre la tierra y el mar infructuoso y, por añadidura, símbolo de lo femenino en su lado negativo. Los perros, además de representar a la terrible diosa, le eran sacrificados habitualmente, pues éste era su animal preferido.
Fue también el perro animal vinculado a Mercurio, Diana y Marte y, más tarde, fue consagrado a Vulcano, divinidad de Sicilia.
Una de las misiones tradicionales y mitológicas del perro en muchas culturas ha sido la de psicopompo, es decir, acompañante y guía de los difuntos en su camino por la oscuridad de la muerte, lo cual le sigue relacionando con lo anterior. Es uno de los animales sagrados de Anubis, dios de los muertos, el de cabeza de chacal, animal que definió iconográficamente al dios porque se decía que vigilaba las tumbas en su merodear nocturno.
El can Cerbero vigila encadenado a las puertas del Tártaro infernal, donde deja entrar a las almas de los muertos pero no salir. El temible perro Garm vigila, de igual manera, las puertas del país de las tinieblas, del gélido Niflheim germano, y algo parecido sucedía entre los aztecas, cuyo dios de los infiernos tenía a su servicio a un perro, al cual le fue dedicado el décimo día del calendario de adivinaciones.
En la mayor parte de Iberoamérica, el perro se relaciona también con los ritos funerarios. A veces, como en México, se le enterraba con el difunto para que le acompañara en su viaje por el más allá, de la misma manera que lo hizo en vida. Otras veces, sus imágenes esculpidas, grabadas o pintadas acompañaban y vigilaban las tumbas de sus amos.
Otra de sus características como animal doméstico es su actitud para la caza. Los pueblos celtas no solo le tuvieron como psicopompo junto al lobo, sino que también le asociaban al mundo de los guerreros y lo adiestraban para ser cazador y al mismo tiempo para la guerra. De hecho se apreciaba tanto su ardor en el combate que cuando se querían alabar estas cualidades en un guerrero se le comparaba con un perro.
Su tradicional status de amigo del hombre se vio, no obstante, menoscabado por la escasa consideración que le tuvo el Islam. Aunque justo es decir que su fidelidad queda reconocida cuando se dice de él que su corazón se parece al de su amo, el cual, si careciera de hermanos, ya tendría uno en su perro. Pero se le tuvo, en general, por uno de los seres más despreciables de este mundo, de tal manera que llamar perro a alguien significaba justo lo contrario que para los celtas. Fácil era oír por aquel entonces el insulto de perro infiel para referirse a los cristianos.
En las culturas orientales se mantiene igualmente esta ambivalencia; por un lado se reconoce su amistad y fidelidad con el hombre ya como acompañante, ya cuidando su casa y; por otro se le tiene, junto a otros cánidos (chacales, zorros y lobos), por animal impuro.
Otra buena cantidad de aspectos negativos quedan reflejados en algunos textos bíblicos, como en el salmo (22, 7) en el que se habla del sufrimiento y la esperanza del justo: …Perros innumerables me rodean, / una banda de malvados me acorrala / como para aprisionar mis manos y mis pies… Los perros aquí representan el acoso salvaje del Mal sobre el justo.
En el Libro de los Proverbios (26, 11) se hace alusión al perro como el insensato que vuelve a repetir los errores cometidos y no aprende la lección, lo que veremos también en los bestiarios medievales …Vuelve el perro a su vómito, vuelve el necio a su insensatez…
En el Evangelio de San Marcos (7, 27) se narra el episodio de una mujer pagana, de cultura sirio-fenicia por más señas, que pide a Jesús el milagro de expulsar a los demonios del cuerpo de su hija, pero Jesús le contesta que espere …que primero se sacien los hijos pues no está bien echar el pan de los hijos a los perros… pero la mujer apelando al buen sentido y a la bondad de Jesús, y con gran rapidez de reflejos, le contestó: …Si Señor, pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de los hijos… De manera que mientras Jesús pone a los perros en un lugar despreciable, esta mujer pagana apela directamente a la fidelidad y la paciencia del perro para esperar que le den las sobras sin protestar; naturalmente Jesús accede a sus súplicas, tan inteligentes como acuciantes.
El evangelista Mateo (7, 6) tampoco tiene al perro como santo de su devoción pues dice: …No déis a los perros lo que es santo…, refiriéndose a los alimentos depositados en el templo como ofrendas, pero también queriendo dar a entender que no se debe de enseñar la doctrina santa a las gentes paganas o poco dispuestas a recibirla.
Más contundente es aún el evangelista san Juan al final del Apocalipsis cuando habla de la Jerusalén futura y dice entre otras cosas: …¡Fuera los perros, los hechiceros, los impuros, los asesinos. los idólatras y todo aquel que ame o practique la mentira!… No deja lugar a dudas sobre lo que el perro representa para él, o lo que es casi lo mismo para la cultura en la que él se desenvolvía.
A pesar de ello la iconografía cristiana tuvo al perro en mayor estima haciéndole símbolo de la fidelidad, pues no se puede olvidar su tradicional oficio de guardián de los rebaños, con todo lo que eso significa en relación al rebaño de Cristo, por lo que terminó siendo emblema del sacerdote que, en teoría, practicaba idéntica misión.
De los textos de Solino, Plinio y san Isidoro extrajeron los bestiarios medievales el epígrafe referente al perro, pues el Fisiólogo no lo incluye en sus páginas. En todos se dice que su nombre canis proviene del griego cynos, aunque algunos opinan que el origen está en la palabra canore referida a su canto melodioso cuando aúlla a la luz de la luna. Es sagaz; tiene un olfato tan agudo y sutil que no hay otro igual y, además, ama y reconoce a su dueño, todo lo cual viene a indicar que posee una inteligencia sin par.
Distinguen los bestiarios varias clases de canes según la especialidad para la que han sido entrenados: Los hay cazadores …capaces de seguir los rastros de las fieras salvajes en los bosques; otros vigilan los rebaños de ovejas contra los ataques del lobo; y los hay que protegen la casa y los bienes de sus amos contra los ladrones nocturnos. Son fieles a sus dueños hasta la muerte y vigilan su cadáver y no lo dejan, tal es la naturaleza del perro que no puede vivir sin el hombre… Queda en este párrafo resumido todo el bagaje iconográfico, histórico y emblemático de su lado positivo, pues del negativo apenas hablan.
Casi todos cuentan algunas historias ejemplificantes para resaltar sus cualidades, como la del rey Garamantes, el cual …quedó preso y fue vendido como esclavo; doscientos de sus perros organizaron un ejército y cruzaron las líneas enemigas, lo rescataron y lo trajeron consigo después de vencer al enemigo. O el caso de Jasón, cuyo perro, una vez muerto su amo …rechazó la comida y se dejó morir de hambre. O la del perro del rey Lisímaco el cual …se arrojó a la hoguera donde se incineraban los restos de su amo para arder en las llamas…
Otras historias, además de subrayar la fidelidad del can, añaden el ingrediente de la inteligencia. En una de estas historias un hombre es asesinado por un soldado que precisamente estaba a su servicio. El homicida se dio a la fuga amparado en la oscuridad de la noche. El cadáver se descubrió al amanecer del día siguiente yaciendo en el suelo, por lo que la gente fue agolpándose a su alrededor. El asesino se acercó también y, con el fin de aparentar inocencia, comenzó a fingir un gran dolor ante el cuerpo de la víctima; pero estaba allí el perro del difunto que, sin dudar ni un instante, se lanzó a su cuello inmovilizándolo y proclamando su culpa ante los presentes, con lo que el asesino fue encarcelado y torturado hasta que declaró su fechoría.
En otro orden de cosas, parece ser que la lengua de los cachorros cura a los hombres que padecen dolor de vientre y también las heridas …lo cual simboliza las heridas del pecador descubiertas en la confesión y curadas por el acto de la penitencia, y al sacerdote que purifica las entrañas del pecador, es decir, su corazón, por sus oraciones y sus buenas obras, porque los predicadores se parecen a los perros: son ellos los que por sus cuidados y por practicar el bién repelen las emboscadas del diablo y guardan el tesoro del Señor, es decir, las almas de los fieles cristianos, por temor de que se las lleve el demonio que siempre está al acecho…
En cuanto a la frugalidad del perro significa que …solo será sabio el hombre que se abstenga del abuso de la comida y la bebida, así como el que huye de las riquezas… Todos los bestiarios están de acuerdo en que el diablo lo tiene más fácil …con aquellos que poseen un gaznate tragón…
Uno de sus lados negativos es que …algunos perros llevan su comida en la boca y cuando cruzan un río y se ven reflejados en el espejo del agua con la comida en la boca, sueltan ésta para coger aquella y se quedan sin nada… Una historia un tanto rebuscada para moralizar al cristiano con un perro, símbolo de la ignorancia y de la falta de juicio …por codiciar lo que no conoce y abandonar lo que posee…Se trata aquí de la incorporación al bestiario -no es la primera vez ni será la última- de una fábula de Esopo (la 133: «El perro que llevaba un trozo de carne»), que más tarde recogerá Babrio en su recopilación (con el título «La perra que perdió un pedazo de carne»). Los bestiarios se limitan a copiar los textos originales, incluidas las moralejas y, en ocasiones, modificando ligeramente los elementos descriptivos para ajustarse mejor a sus fines moralizantes.
La función de la pila bautismal es dar cuerpo ritual al acto de lavar el “pecado original” a través del elemento agua, pero teniendo en cuenta que para Cristo, en realidad, el pecado no es tanto mancha como muerte del alma, algo en lo que abunda san Pablo matizando que se trata de un baño regenerativo, es decir, que infunde nueva vida espiritual.
Y nunca mejor empleada la palabra “baño” pues al principio, desde los romanos y los celtas, cuando el agua era considerada básicamente regeneradora, los baños rituales estaban muy extendidos por toda Europa de manera que aún se pueden ver gran cantidad de lugares, fiestas y romerías en las que antaño se practicaban estos baños rituales a la salida del sol. En muchos casos el bautismo por inmersión se practicaba en los propios templos que, en casos particulares –como en la iglesia visigoda de San Juan Bautista en la localidad de Venta de Baños (Palencia) – disponían de un espacio dispuesto al efecto en el que los arqueólogos encontraron una especie de cavidad en forma de bañera o pequeña piscina preparada para realizar el ritual, posiblemente por inmersión, romano al principio, pero luego, tras la fundación de Recesvinto, cristianizado. En el caso particular de la villa palentina se da la circunstancia de la existencia de una fuente que para Recesvinto debió ser importante porque, según la tradición, sus aguas le sanaron una dolencia de riñón que arrastraba hacía ya algún tiempo.
Las pilas bautismales fueron, desde estos primeros tiempos, solución industriosa para abreviar la parafernalia ritual y reducir al mínimo el espacio litúrgico. El vaso, también desde el comienzo, empezó a decorarse, en muchos casos con profusión de temas alusivos al renacimiento a una nueva vida, algo que también entronca con otra tradición cultural relativa a los animales andrófagos, presentes en muchas culturas, en las que un león o un lobo en el caso de los celtas, tragaban al individuo para transformarlo en su interior y posteriormente devolverlo renovado. Algo que está muy relacionado también con el episodio bíblico de Jonás y la ballena.
Por lo tanto es corriente ver pilas bautismales decoradas por leones andrófagos, como en el caso de la pila de la iglesia de Santa María en la localidad cántabra de Bareyo; o por cenefas con grafismos de carácter solar como rosetas, estrellas o círculos; o bien por arquitecturas que evocan a la Jerusalén Celeste, como en la de la iglesia de la Virgen de la Calle de la localidad burgalesa de Redecilla del Camino, iconografía directamente relacionada con la vida espiritual que se contiene en el vaso en forma líquida; o escenas relacionadas con la resurrección que se evoca con la bajada de Cristo al purgatorio en la pila de la iglesia de Nuestra Señora de las Candelas en la localidad palentina de Calahorra de Boedo, o la resurrección de Lázaro en la de Colmenares de Ojeda, también de Palencia, o las tres Marías ante el sepulcro.
Muy corrientes son también las cenefas con líneas dentadas, grafismo que se pierde en la noche de los tiempos y que siempre mantuvo el mismo significado simbólico –relacionado con el agua primordial, purificadora o regeneradora–, en casi todas las culturas y en Egipto en particular cuyo jeroglífico para expresar “agua” es precisamente éste y también relacionado en muchas de estas culturas con el concepto de fertilidad agraria y humana, por lo cual es fácil comprender su función principal de poner al neófito o al creyente en contacto con el elemento primigenio de la vida capaz de vencer al mal, normalmente en forma de serpiente que a veces también aparece representada siendo pisada por algún personaje o acompañando al propio demonio, como en el caso de la ya mencionada de Calahorra de Boedo.
Hablar a los hombres en el nombre de la divinidad ha sido siempre oficio común, pero de prestigio, en casi todas las religiones. Hasta tal punto que, por ejemplo, en el mundo hebreo se constituyen oficialmente en grupo de “hermanos profetas”. En tiempos primitivos, alrededor del siglo XI a.C., ya se detecta la presencia de videntes que informan a los reyes de la voluntad divina, para lo cual no dudan en tomar, en ocasiones, ciertas sustancias susceptibles de inducirles o ayudarles a conectar con los dioses.
Es más que evidente que el estamento clerical veía bien la figura del vidente o profeta, entre otras muchas razones porque trasmitiendo las palabras divinas, debidamente acordadas, consolidaban al gremio sacerdotal y le daban credibilidad y así, poco a poco, ambos grupos se iban convirtiendo en imprescindibles. El estado mental de muchos de estos profetas, que no eran tontos, siempre estaba a medio camino entre la alucinación, el hermetismo y la ambigüedad de su retórica profética que, cuanto menos se entendía, más encogía el ánimo del parroquiano, sobre todo porque el enigmático enunciado podía interpretarse siempre de muchas maneras, a cual más temible o dañina o escatológica, con lo que siempre se acertaba.
En la Biblia vemos como Yahveh le dice a Jeremías (1, 9): «Mira que he puesto mis palabras en tu boca», con lo cual ya está asegurada su credibilidad habida cuenta de la procedencia del mensaje; y luego (Jeremías 1, 13) Yahveh se dirige nuevamente a éste y le pregunta: «¿Qué estás viendo?, un puchero hirviendo que se vuelca de norte a sur, le contesta el profeta, a lo que Yahveh responde: Es que desde el norte se iniciará el desastre sobre todos los moradores de esta tierra», con lo cual el mismo Jeremías se envuelve en este manto confuso de amenazante misterio que, por un lado le hace ser respetado y por otro temido, a pesar de lo absurdo y surrealista de la profecía, pero que rezuma destreza para sacar provecho de la escasa capacidad intelectiva del personal.
Para asegurarse el respeto y la credibilidad de la feligresía los profetas suelen comenzar siempre sus mensajes diciendo “así habla Yahveh” o “palabra de Yahveh”, y como no pueden controlar la boca de la divinidad, hablan por la suya descontroladamente, a pesar de que ellos, cínicamente, no quisieran la misión profética encomendada por la divinidad… pero se ven forzados a aceptarla con humildad. De tal manera queda la parroquia contenta y controlada.
El profeta suele percibir la palabra divina de muchas maneras, tantas como uno pueda imaginar, de día o de noche, dormido o despierto, ante cualquier circunstancia normal o anormal, como por ejemplo la forma de caminar de un burro, o de una cabra, el reflejo del sol en el agua, los primeros brotes florales de la primavera, la marcha cadenciosa de una hembra, la canícula en el desierto. Nada distinto a lo que pudiera serle revelado a cualquiera delante de un espejo mientras se afeita, por decirlo de una manera vulgar, pero siempre, como dije, con la idea de infundir un vago temor, escatológico casi siempre, destinado a cimentar el estado de sumisión.
El profeta puede recurrir, en caso de ser necesario para llamar la atención de la congregación, a cualquier acción loquinaria, que siempre es disculpada por la supuesta inspiración divina o por el supuesto contenido simbólico tan deslumbrante como ininteligible. Por ejemplo, si Isaías tiene que pasearse desnudo para que todo el mundo gire la cabeza en su dirección, lo hace, porque para Yahveh es el símbolo de cómo anda Egipto, es decir, enseñando el culo. Si Oseas se casa por orden de Yahveh con una prostituta que, por supuesto, y además, le es infiel, lo hace no por ser un putero, sino para visualizar simbólicamente el amor de Yahveh por la casquivana nación israelí. Cuando Jeremías realiza simbólicos malabarismos con sartenes y ladrillos pretendiendo sitiar Jerusalén, es por orden de Yahveh, y lo que pretende es anunciar lo que le espera a los hebreos por distraerse de lo que es importante para Él.
Casi todos anuncian el futuro, unos el inmediato, pero en ocasiones van más lejos y profetizan los inimaginables escenarios de la venida última de la divinidad, donde los malos serán condenados y los buenos recompensados, como en Hollywood.
Hay cuatro profetas principales según la Biblia hebrea, y doce profetas menores, a los que se añaden Daniel y las “Lamentaciones” en la Biblia griega. Los principales son Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel; los profetas menores son Amós, Oseas, Miqueas, Sofonías, Nahum, Habacuc, Ageo, Zacarías, Malaquías, Abdías, Joel y Jonás. De los importantes cuatro primeros la iconografía románica suele hacerse eco, normalmente siendo representados como base a los evangelistas que suelen situarse en un nivel superior para visualizar no solo la preponderancia del Nuevo Testamento sobre el Viejo, sino también para resaltar el hecho de que los evangelistas, es decir, la doctrina, se sustenta sobre lo anterior.
El pesaje del alma, o psicostasia, es el episodio en el que el alma del difunto es evaluada para enviarla, según sea el resultado, al cielo o al infierno. La iconografía de este episodio tiene origen en la escatología egipcia ya desde 1580 a.C., la cual ha producido ejemplos bellísimos y, al mismo tiempo, ha marcado la secuencia “post mortem” como patrón iconográfico, tanto físico como espiritual, en el inquietante asunto de la entrada en la hipotética vida en el “Más Allá”.
El difunto deberá pasar esta importante prueba del “Juicio de Maat”, muy conocida por su representación en el papiro de Hunefer. El corazón del difunto –que es el órgano en el que los egipcios consideran que reside la inteligencia y los sentimientos– es colocado en uno de los platillos de una balanza –que es el instrumento ritual tradicional– y en el otro se coloca la pluma de Maat, una pluma de avestruz que es atributo de la diosa de la Justicia. Si los platillos quedan equilibrados es señal de que el difunto ha llevado una vida acorde a las normas éticas y legales. En caso contrario Ammit, (monstruo con cabeza de cocodrilo, parte superior de león y parte inferior de hipopótamo) que espera bajo la balanza, devora el corazón del difunto y este queda destruido e imposibilitado para entrar en los “Campos de Iaru”. Thot, con cabeza de ibis, anota todos los detalles del juicio. En el texto jeroglífico sobre su cabeza se le denomina “Señor de las palabras divinas”. A continuación, si el difunto supera la prueba, Horus le conduce a presencia de Osiris, dios de los muertos y del inframundo, el cual está acompañado por su esposa Isis y su hermana Neftis.
En el texto del papiro de Un podemos leer: “Lo que hay que decir cuando se accede a la sala de las dos Maat; separar al difunto de todos los pecados que ha cometido, ver los rostros de los dioses.”
(Declaración de inocencia ante el gran dios): “Palabras dichas por el difunto: «¡Salve gran dios, señor de las dos Maat! He venido hasta ti, mi señor, habiendo sido conducido para ver tu perfección. Te conozco y conozco el nombre de los cuarenta y dos dioses que están contigo en la sala de las dos Maat, que viven de la guarda de los pecados y abrevan de su sangre el día de la evaluación de las cualidades ante Unnefer. Mira: El de las dos hijas, el de las dos Meret, el Señor de las dos Maat es tu nombre. He venido ante ti y te he traído lo que es equitativo, he expulsado para ti la iniquidad».
Viene luego una larga enumeración de faltas no cometidas por el difunto entre las que cabría destacar a modo de ejemplo: «No cometí iniquidad con los hombres; no maltraté a la gente; no empobrecí a un pobre en sus bienes; no hice pasar hambre a nadie; no hice llorar; no maté ni hice matar a nadie; no fui pederasta; no forniqué en los lugares santos; no engañé con las balanzas ni falseé su peso; no quité la leche de la boca de los niños… » «He aquí que he llegado a la sala del juicio, ante vosotros, sin pecados, sin delitos, sin villanía, así pues, salvadme, protegedme, no habléis contra mí ante el gran dios…».
Posteriormente los cuarenta y dos dioses presentes en la sala someten al difunto a un interrogatorio minucioso relacionado con cuestiones rituales y preparación que deben de estar en posesión del finado como, por ejemplo, los nombres de los dioses, el conocimiento de los lugares sagrados y las puertas por donde debe pasar a continuación el juzgado. Esta larga lista de preguntas fue denominada “Libro de pasar al otro lado de la puerta cerrada”.
Una vez superado el interrogatorio, los dioses, anuncian la presencia de un nuevo “justificado” a Osiris: «¡Adelante! Eres anunciado. Tu pan es el ojo sagrado, tu cerveza es el ojo sagrado, tu ofrenda funeraria sobre la tierra es el ojo sagrado».
A continuación el difunto es proclamado “justificado”, es decir, listo para pasar a los “Campos del Iaru”, algo parecido al Paraíso cristiano.
Posteriormente el pesaje del alma aparece también en otras religiones como el zoroastrismo donde Rashnu sostiene la balanza en la pesada de las buenas y malas acciones en presencia de otros jueces, Mitra y Sraosha. En el hinduismo es Yama el que sujeta la balanza y Emma-O en el budismo japonés.
En el cristianismo la escena del pesaje del alma aparece a finales del siglo X. San Miguel actuará desde entonces como valedor o defensor del alma en contraposición a los demonios, que suelen ser representados tratando de atrapar el alma tirando del platillo hacia abajo.
Al comienzos del Neolítico y desde el Oriente Próximo y Medio y a continuación en Europa, las que antes habían sido sociedades recolectoras y cazadoras, comienzan a cultivar cereales, básicamente trigo y centeno, y a criar animales como corderos, cabras, bueyes y cerdos. La experiencia cotidiana y en parte la necesidad, a causa del aumento de la población, de asegurarse una alimentación adecuada a las necesidades vitales y cada vez mayores de los distintos grupos, empuja a racionalizar y organizar los recursos para alcanzar una cierta estabilidad y seguridad alimentaria. El resultado de la presión demográfica y la experiencia y constatación del comportamiento de la naturaleza en todos sus ámbitos produce como resultado la aparición de las primeras técnicas agrícolas y ganaderas.
Al mismo tiempo las distintas sociedades comienzan a tener conciencia de su progresivo dominio sobre algunas cosas importantes relacionadas con la supervivencia que nunca se habían manejado con la eficiencia necesaria. La consecuencia más inmediata de la siembra de vegetales para su posterior recolección y consumo y la estabulación de animales, más o menos domesticados, para el mismo fin, es la sedentarización, cada vez más acentuada en el área mediterránea, donde se disponía de un clima más propicio. Y también se produjo, como consecuencia de este sedentarismo, una creciente ritualización no solo en los aspectos mágico-religiosos sino también en la organización de las nuevas tareas cotidianas.
Poco a poco el grupo social comienza a darse cuenta de que tiene un dominio claro sobre las plantas y los animales, aunque el verdadero sentimiento de poder se lo produce el control sobre las bestias. Las plantas no dan problemas, siempre están donde se las siembra y no se mueven, salvo cuando se las arranca para ser consumidas; pero los animales tienen autonomía propia y por lo tanto plantean más problemas en su control y manejo. Así pues son los que provocan en el humano una mayor conciencia del poder alcanzado con su sometimiento y domesticación. Y cuanto más poderoso o peligroso es el animal, mayor constatación de este dominio y –aunque todavía es un poco pronto para adentrarse en filosofías–, mayor conciencia del dominio de lo racional sobre lo irracional.
Lo cierto es que esta conciencia del poder del hombre sobre el animal empieza en la etapa del Neolítico a ser representada gráficamente de una forma consciente y ritual y, llegado el momento, a ser descrita en contextos literarios que apoyan y determinan el símbolo que se contiene en el antiguo patrón iconográfico que hoy conocemos como Potne oeron, o “Señor de las bestias”, en el que un personaje central sujeta dos animales situados a cada uno de sus lados. A veces los animales, dependiendo del contexto cultural, pueden ser caballos (indoeuropeos) o leones o águilas, pero en cualquier caso siempre animales potentes y lo más peligrosos posible para recalcar intencionadamente el verdadero y absoluto poder del hombre.
En lo que se refiere al caballo, introducido por los indoeuropeos en el área mediterránea, tiene además connotaciones guerreras, por lo que el poder del que se alardea no es solo sobre el equino sino también sobre los posibles enemigos, los cuales desconocían la eficacia bélica de la asociación del hombre sobre el caballo. En la iconografía numantina, realizada básicamente sobre cerámicas, se pueden ver magníficas representaciones de este patrón iconográfico.
También en otros ámbitos culturales se pueden ver muchas escenas de control sobre leones, animal poderoso y salvaje, cuyo dominio tiene además otro tipo de connotaciones como son las espirituales, porque para dominar a semejante fiera hace falta algo más que fuerza física, o sea, fuerza espiritual, que casi siempre viene de las divinidades correspondientes a cada cultura, las cuales, solícitas y eficientes con sus fieles, siempre están dispuestas a ayudar, como es el caso conocido de Daniel en el foso de los leones, el cual no tuvo más remedio que pedir ayuda urgente a Yahveh, y éste le respondió, por suerte, también con rapidez y eficacia en evitación de males mayores y definitivos.
Otra de las variantes de este patrón simbólico se produce en la escena compuesta por un personaje central entre dos águilas o grifos y que suele referirse al episodio de Alejandro Magno cuando decidió conocer desde las alturas la verdadera extensión de sus dominios, para lo cual se sirvió de su escudo como vehículo y de las mencionadas águilas como fuerza motora. Aquí la demostración de poder fue solo pasajera y efímera pues los dioses le mandaron aterrizar inmediatamente tras haber sobrepasado los límites de sus olímpicas moradas sin permiso.