ROMÁNICO
VIAJES
Según los diccionarios al uso la religión es un «conjunto de creencias sobre la divinidad”, las cuales siempre llevan aparejadas, en mayor o menor medida, un extenso catálogo de cultos, rituales y prácticas.
Muchos piensan que el hombre lleva en sus genes la dependencia hacia un ser superior a quien debe culto, básicamente para buscar protección, se supone, contra todas aquellas amenazas que queda fuera de su alcance dominar o controlar, y para ello no duda en inventar la existencia de una divinidad que sí es capaz de hacerlo, y por lo tanto de proteger adecuadamente sus intereses contra todo tipo de circunstancias negativas. Tanto en el fondo como en la forma, esto no es más que puro instinto de supervivencia del hombre, individualmente y como especie. Así por ejemplo, si una partida de caza, en la prehistoria, tiene dificultades y accidentes reiterados en la empresa de buscar alimento, tratará de crear un ritual protector para asegurar que el animal en cuestión esté de alguna manera ya en su posesión pintándolo previamente en las paredes de las cuevas donde se refugia. Si cae un rayo y mata a un miembro de la partida es probable que aparezca una nueva divinidad tonante a la que realizar ofrendas a cambio de protección especializada contra este tipo de accidentes meteorológicos.
Pero cuando el individuo se enfrenta con el hecho ineludible de su propia muerte por causas naturales, y esto no hay dios que lo impida, busca subterfugios, a veces muy complejos, para revertir lo inexorable y se inventa una nueva vida posterior que, por supuesto la divinidad le promete y le facilita a través de sus sacerdotes. Esto sucede en muchas religiones, ya sea el sistema por medio de la reencarnación, o por la resurrección, o por la conversión de la vida física por otra inmaterial más duradera.
La dependencia del hombre con la religión es, pues, casi total. Cada pueblo o nación tiene sus propios dioses, lo que conlleva características propias o, si se quiere, entramados teológicos y culturales adaptados a los distintos estilos y formas de vida. Es también evidente que cuanto más dura en el tiempo una determinada cultura (China, India, Egipto, etc.) más pormenorizada y consistente es su estructura religiosa, más complicados y precisos sus rituales y más abundantes sus preceptos y normas de carácter moral y obligado cumplimiento si uno quiere alcanzar la nueva vida “post mortem”. No hay más que ver el intrincado ritual escatológico de los egipcios en su “Libro de los muertos”, o las idas y venidas del karma en la rueda del Samsara hindú para constatar el hecho.
Sobre las particularidades de las grandes corrientes religiosas existen extensas y detalladas relaciones de rasgos distintivos, pero entre todos, para mi gusto, destacan dos formas con personalidad propia sobre las demás –que en general no son más que derivadas de éstas–, y que casualmente están relacionadas con la propia naturaleza y sus peculiaridades geográficas, orográficas y climatológicas en las que se mueve un determinado grupo social, ambas determinantes en muchos aspectos de la actividad humana (sonoridad idiomática, características biológicas y psíquicas del individuo, etc.). Se trata del sol, y el conjunto tierra-luna, los cuales terminan influyendo de manera determinante en el conjunto de las estructuras religiosas.
Así por ejemplo, en el territorio del centro y norte de Europa se da culto al sol, una divinidad solar que climatológicamente no se prodiga con generosidad, pero cuya presencia es imprescindible para la prosperidad del mundo vegetal y animal. Por lo tanto su presencia es solicitada con vehemencia, razón por la cual el sol se convierte en dios. En estas áreas geográficas el mundo vegetal es ralo y apenas permite la supervivencia, algo que también se extiende al mundo animal. Se prospera a base de mucho esfuerzo y propiciando un tipo de arquitectura adecuada al clima y un tipo de vestimenta particular para soportar las temperaturas. También de ello se deriva la trashumancia del ganado en busca de pastos, lo que a su vez origina el invento de la rueda, el uso del carro y la consiguiente utilización de animales de tiro.
Este dios solar es masculino, lo que da lugar a sociedades patriarcales y religiones que luego hemos dado en llamar solares o celestes, porque es en el cielo donde moran este tipo de deidades.
En el lado contrario estarían los pueblos mediterráneos. La abundancia del sol es notable y cotidiana en estas regiones por lo que no se le echa en falta; y no carecen de agua, así que el conjunto de fuerzas favorece la proliferación del mundo vegetal tanto en cantidad como en variedad de especies, la mayor parte de ellas comestibles, lo que es una inestimable ayuda para la supervivencia. El mundo animal también se ve favorecido por estas mismas características. Todo ello conforma unos grupos sociales más sedentarios, sobre todo cuando se empiezan a dominar las técnicas agrícolas. Aquí la divinidad es femenina y relacionada, lógicamente, con la fertilidad, la tierra y la luna (que influyen de manera determinante en el comportamiento de las siembras y las cosechas, de los nacimientos, de las mareas), sin olvidarnos de la oscuridad (que propicia la gestación humana, animal y vegetal, y desde la que surgen los manantiales del agua desde el interior de la tierra). Aquí la religión tiene diosas femeninas y ello, como no podía ser de otra manera , da lugar a sociedades matriarcales o mixtas, con una distribución equitativa de funciones. El resultado es una estructura religiosa de tipo telúrico o terrestre.
En un momento dado, aun un poco confuso si nos atenemos a las opiniones de muchos autores, pero en cualquier caso alrededor del año 5000 a. C., los pueblos del norte, denominados comúnmente como “indoeuropeos”, comienzan a bajar hacia las zonas más cálidas próximas al Mediterráneo y más apropiadas para la supervivencia, y comienzan a mezclarse de forma pacífica con los pueblos mediterráneos. Ello da lugar a un enriquecimiento no solo material sino también espiritual y organizativo. Desde el punto de vista religioso comienzan a surgir “familias” de dioses en forma de triadas en los que divinidad se compone de padre, madre e hijo como unidad, como es el caso paradigmático de Egipto.
Pero también hay casos de pueblos refractarios a las mezclas, como es el caso del pueblo hebreo, una sociedad patriarcal de carácter pastoril con una divinidad solar masculina y celosa, prepotente y justiciera que no admite competencia y amenaza con calamidades y destrucción a los que no cumplan sus deseos. Sin embargo no puede luchar contra la cultura trinitaria, ya totalmente consolidada, así que se ve obligado a inventar otro tipo de “trinidad” compuesta solo por elementos masculinos: padre, hijo y espíritu santo. Suprime de raíz el elemento femenino, que es para él el verdadero enemigo cristalizado en las viejas diosas europeas, y no duda en inventar el episodio del pecado original en el que una serpiente, símbolo de lo femenino, engaña a Eva, otra mujer, la cual termina siendo la que carga con las culpas del desaguisado de la expulsión del paraíso por comer lo que no debía.
Pero como no puede prescindir del elemento femenino porque sin él no hay nacimientos, e incluso podría ser peligroso desde el punto de vista de la pérdida de clientela, se ve obligado a incluir en el entramado a una mujer, pero no como diosa, ni hablar, sino como madre del hijo que mandó bajar a la tierra para expiar el pecado original en favor de toda la humanidad, y no tenía más remedio que encarnarse en una mujer para aparentar cierta normalidad. Y además también se ve obligado, –puesto que la práctica del sexo, a pesar de haber sido creado por él mismo, era poco recomendable– a sustituir un coito normal por una especie de concepción mística en la que la famosa paloma del espíritu santo deja a María embarazada (Lucas 1, 35-36) con su soplo. No es difícil encontrar el antecedente de semejante ocurrencia, puesto que el pueblo hebreo había vivido en Egipto una larga temporada y había hecho acopio de costumbres y cultura, y allí la diosa Isis, una vez reconstruido pacientemente el cadáver de Osiris, concibe a Horus gracias al aleteo vital de Horus y queda también embarazada.
No creo que la religión sea inseparable o inherente a la naturaleza humana, creo que más bien es el resultado del temor al fantasma de las hipotéticas amenazas que se ciernen sobre nuestra imaginación y que no somos capaces de dominar o controlar. Y lo peor es que el propio miedo impulsa a muchos creyentes a luchar por la exclusividad de su verdad en un afán temeroso e irracional de prevalecer para sobrevivir, lo cual es el origen del fundamentalismo religioso, por otra parte muy alejado del respeto a los derechos y creencias del prójimo. Muchas guerras de religión se han producido a lo largo de la historia, y muchas muertes inútiles.
Cabe preguntarse si la religión es el único ámbito válido en el que desarrollar nuestra experiencia vital, sobre todo por la imposición de normas de obligado cumplimiento (moral) y tratando al mismo tiempo de impedir al individuo pensar y actuar con las suyas propias (ética).
Dentro de los ciclos vitales naturales podríamos decir que la resurrección es el último eslabón de la cadena “nacimiento, crecimiento, muerte y, por último, resurrección”. El ciclo impuesto por la propia naturaleza en el mundo vegetal es un patrón cotidiano esclarecedor: En la primavera brotan las hojas de los árboles, en el verano muestran todo su esplendor cromático después de un período de crecimiento, en el otoño decae el vigor y la fuerza ascendente de la savia y los colores también muestran un inusitado esplendor y, finalmente, con la llegada del invierno, las hojas mueren y se desprenden de las ramas, caen al suelo y se descomponen, o más bien se recomponen en una materia orgánica que va a servir de abono a los nuevos brotes primaverales después de un período de letargo.
Este ciclo natural que se desarrolla anualmente íntimamente ligado al devenir cósmico y sobre todo a nuestro sistema solar –más al alcance de nuestra observación directa cotidiana y con más influencia palpable, como es el caso de las mareas o la climatología–, tiene, como no podría ser de otra manera, un reflejo directo en las estructuras doctrinales religiosas de las grandes culturas históricas y, en particular, en el capítulo de la escatología, donde se han desarrollado grandes mitos culturales basados en esta estructura cíclica natural.
Tanto para el mundo vegetal y animal no existe el problema de la muerte, simplemente es un hecho inexorable, natural y periódico, pero para el humano, dotado de inteligencia y capacitado, por tanto, para pensar, es un problema aceptar la muerte, en gran medida porque tiene la capacidad de tener conciencia de los hechos inevitables y, sea cual sea su experiencia vital, negativa o positiva, le cuesta un gran esfuerzo mental aceptar su extinción sensorial y espiritual.
Todas las religiones, en general, han tratado de paliar este problema proponiendo a la parroquia soluciones, básicamente para trasmitir la esperanza de que después de esta vida se inicia una nueva, eso sí, una vez superado un hipotético juicio de faltas individual y otro, más imponente y espectacular, al final de los tiempos, que en el caso del cristianismo es el temido “juicio final”, de cuya iconografía y escenografía podemos ver espectaculares ejemplos en el románico y en el gótico.
Y para que después de este juicio de faltas el individuo acceda a esta nueva vida cerca de la divinidad, tiene que haber cumplido en vida y sin rechistar, todos los preceptos que se le han impuesto por medio de la moral, que no es otra cosa que el conjunto de deseos y mandatos trasmitidos al creyente a través de los clérigos encargados de hacerlo; aunque también podría decirse al revés, es decir, el conjunto de deseos y mandatos que los clérigos imponen a la parroquia para tenerla en el redil escudándose en una hipotética divinidad.
La promesa, al final, es la resurrección. Todo el mundo resucita y es clasificado en buenos y malos. Se nos dice que hay otra vida posterior que, eso sí, escapa a la experiencia cotidiana de los humanos y no es constatable, pero si se tiene fe, que es creer en lo que no se ve, no hay problema.
Y como no podía ser menos, la resurrección es posible gracias al poder absoluto de la divinidad, la cual, para demostrarlo, no dudó ni un instante en enviar a su divino hijo a convivir con la jauría humana que, como es lógico, terminó crucificándole. Pero ahí estaba el poder mencionado más arriba: Al tercer resucitó para espanto de algunos, pero también para consolidar la esperanza en la nueva vida prometida que, a partir de ese momento, es casi asunto de fe. Con lo sencillo y poético que es ver caer las hojas de los árboles al final del otoño, para lo cual no hace falta fe, simplemente tener los ojos abiertos.
En el evangelio de san Mateo (2, 1-12) se narra la llegada a Jerusalén de unos magos de Oriente siguiendo una estrella que anunciaba el nacimiento del rey de los judíos –cuyo paradero desconocían– al cual habían venido a adorar. No se dice que fueran reyes sino “magos”, lo que ateniéndonos a su procedencia oriental significa que eran integrantes de una casta sacerdotal persa que se dedicaba a estudiar las estrellas como medio para conocer y entrar en contacto con la divinidad.
Cuando Herodes se entera del asunto manda llamar a los magos para que le informen debidamente del lugar preciso pues, aparentemente, él también quiere ir a adorar al recién nacido. Los magos, –nunca se dice que fueran tres– siguieron la estrella que les iba marcando el camino hasta que ésta se detuvo sobre el lugar que buscaban y allí encontraron al Niño «con María, su madre y, postrándose, le adoraron; abrieron luego sus cofres y le ofrecieron dones de oro (atributo de la realeza), incienso (símbolo de la divinidad) y mirra (símbolo de la Pasión de Cristo)”. De estos tres regalos se deduce que pudieron ser tres los personajes protagonistas de la historia.
Una tradición con antecedentes en Egipto y cuyas escenas encontraremos diseminadas en los “mammisi” (lugar del nacimiento) de algunos de los templos más importantes, como Filae o Edfú, y que consisten básicamente en la representación de Isis sentada con su hijo Horus en el regazo recibiendo los regalos de cuatro personajes –cuatro como en los evangelios apócrifos–, uno de ellos negro. Exactamente igual que la Virgen con el Niño en la escena de la “adoración de los magos”.
Después de adorar al Niño los magos fueron avisados en sueños de las verdaderas intenciones de Herodes por un ángel del Señor, el cual les aconsejó que volvieran a su país de origen por otro camino. El resultado fue que Herodes, para asegurarse la eliminación de cualquier tipo de competencia, mandó matar a todos los recién nacidos.
El evangelio de san Marcos pasa de largo sobre este asunto del nacimiento de Jesús y la adoración de los magos y no lo menciona. San Lucas solo narra el anuncio del nacimiento a los pastores, los cuales “encontraron al Niño en un pesebre, porque ya no había sitio en la posada del lugar”. No cuenta nada de los magos de Oriente, por lo que se puede deducir que éstos, cuya estrella se paró “sobre una casa” según Mateo y no sobre el pesebre de un establo, llegaron mucho tiempo después que los pastores y, de hecho, según Mateo, Herodes mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, un margen de tiempo demasiado grande si el Niño hubiera nacido en aquellos días, de lo que se puede deducir el tiempo que tardaron los magos en encontrar al rey de los judíos. San Juan ni siquiera menciona en su evangelio el episodio.
En cuanto a la intención simbólica de este acontecimiento que, por cierto, es uno de los más representados en el románico, hay muchas opiniones. Muchos han visto en cada uno de los tres personajes, las tres edades del hombre: la “juventud” en el personaje rubio e imberbe, la “madurez” en el mago con el pelo y la barba negros y la “vejez” en el individuo de barba y pelo canosos o blancos. Lo que significa no dar puntada sin hilo porque Cristo se define a sí mismo, entre otras cosas, como “Cronocrátor”, o dominador del tiempo que en forma de personajes representativos van a rendirle tributo. El antecedente más claro de este asunto se encuentra tal vez en el dios iranio Zervan, señor del Tiempo, el cual se representa bajo la figura de tres personajes –joven, maduro y viejo– que en los textos siríacos aparecen como Ashogar, Frashogar y Zarogar, y que vienen a simbolizar el pasado, el presente y el futuro, según Manuel Guerra en “Simbología románica”, págs. 346 y ss.
Hay también quien intenta ver en los tres magos –tal vez en un alarde excesivo de lucimiento teofánico–, a representantes de las tres partes del mundo conocido en la época, incluso con la introducción de un personaje de color, en referencia a los lugares más remotos de la tierra, en un afán de universalizar el mundo cristiano y hacerlo prevalecer argumentalmente sobre los demás.
En cuanto a los nombres de los tres magos, Melchor, Gaspar y Baltasar, que tampoco se mencionan en los Evangelios, hay que decir que aparecen por primera vez sobre los tres magos representados en uno de los magníficos mosaicos de la iglesia de San Apollinaire, en Rávena, en la Emilia-Romaña al norte de Italia.