ROMÁNICO
VIAJES
La religiosidad “telúrico-mistérica” tiene su origen en la sacralización de lo agrario como resultado de la intervención de la diosa Madre Tierra y su poder fecundativo que se extenderá a todo lo que se mueva sobre la superficie de la tierra, incluido, por supuesto, el hombre. Por lo tanto es una divinidad “terrestre” con numerosas advocaciones dependiendo de cada cultura (Demeter, Isis, Cibeles, etc.).
En el románico la Madre Tierra suele representarse con la forma de una máscara un tanto monstruosa, a veces con cuatro o seis filamentos vegetales que afloran de su boca en ambas direcciones, aunque también podría interpretarse que salen por un lado y regresan por el otro en clara significación de lo escatológico. Los cuatro o seis mechones de cabello, en ocasiones erizado, hacen referencia a los cuatro puntos cardinales o a los seis días genesíacos respectivamente. En ocasiones también puede representarse mordiendo con sus fauces enormes el comienzo de la columna sustituyendo al capitel.
En Creta hay numerosos ejemplos de las diferentes advocaciones de la diosa según sus funciones específicas, como por ejemplo la “diosa de las serpientes”, la “señora de las bestias”, la “madre de las montañas” y otras muchas, al estilo de las muy variadas en el cristianismo con respecto a la Virgen María.
Las religiones celestes de origen indoeuropeo y semita (con dioses masculinos), al entrar en contacto con las diosas de la Vieja Europa se ven de alguna manera obligados a aceptar el carácter telúrico femenino de su religiosidad, habida cuenta sobre todo de su potente carga cultural y cultual, de manera que con el paso del tiempo incluyen en sus estructuras teológicas la presencia de lo femenino, pero en el caso del cristianismo no como diosa, sino como “madre” de la divinidad. En otras culturas, en cambio, las divinidades se asocian de forma más natural en “familias”, formando, por ejemplo en Egipto, las famosas “tríadas”, las cuales se articulan con un padre, una madre y un hijo (Isis, Osiris y Horus).
El cristianismo consiguió, incluyendo a la Virgen como “Madre de Dios”, mantener sus características patriarcales, lo cual, a efectos de igualdad de género, hoy tan vigente, evitó en gran medida el problema de perder adeptos, entre otras razones. Quedan, no obstante, muchas costumbres, fiestas y folclore en general de carácter telúrico aún vigentes, como el uso de las flores como adorno particular de muchas Vírgenes, por ejemplo la del Pilar, o fiestas y romerías con origen en el mundo agrario, sobre todo para propiciar la lluvia o ahuyentar las sequías, o celebrar el inicio de la siembra o la cosecha final.
El animal representativo para la manifestación de la diosa es la serpiente, la cual posee características zoológicas paralelas al proceso vegetativo del mundo agrícola (invierno/letargo, primavera/resurgimiento y muda de piel). No obstante las representaciones teofánicas de la Madre Tierra cambian en el cristianismo drásticamente hacia lo negativo considerando a la serpiente como símbolo demoníaco que engaña a Eva en el paraíso terrenal o, en ocasiones, siendo aplastada por los pies de la Virgen y, ya de forma más contundente, incluyendo al ofidio en el patrón iconográfico de la lujuria en el que la figura de la mujer, además, es representada con características claramente repugnantes y rechazables.
La serpiente es la encarnación de la Madre Tierra porque, más que ningún otro ser viviente, está en contacto permanente con la tierra de donde sale y por donde se desplaza arrastrándose. Siempre fue considerada por esta razón hija de la tierra (tellus), telúrica y, en consecuencia, venerada en representación de diosas como Hécate, hija de Júpiter, divinidad bienhechora que tiene el destino de la tierra en sus manos; o Ceres, la Demeter romana, hija de Saturno, que enseñó a los humanos a cultivar la tierra y sembrar el trigo, lo que hizo que sus cultos, de carácter mistérico, estuvieran muy arraigados culturalmente en el área mediterránea; o Cibeles, diosa de origen frigio y luego adoptada en el mundo clásico, considerada como personificación de la fertilidad de la tierra y Señora de las Bestias. Toda esta potente carga cultural influye claramente en el mantenimiento iconográfico y conceptual de la divinidad femenina por excelencia de la Vieja Europa en el románico.
La mano, la parte más gráfica en representación del “todo”, denota una presencia real, algo que queda fuera de toda posible interpretación cuando nos enfrentamos a la conciencia de la propia identidad, como es el caso de la presencia de manos ya desde el Paleolítico Superior, sobre todo en la etapa del Gravetiense, que es cuando parece que se documentan oficialmente. Al margen de interpretaciones, que no sobrepasan la categoría de especulación, sobre la intencionalidad de estas manos pioneras como motivo iconográfico y simbólico, o de su técnica de realización, o de la simple necesidad de probar materiales y pigmentos, la mano define una clara actividad mental que manifiesta la existencia de lucidez con respecto a la conciencia de ser y estar. Y esto tan sencillo e incuestionable es la base primaria o básica sobre la que ha de asentarse la interpretación de las distintas representaciones iconográficas en la historia del arte.
En hebreo “iad” significa “mano” y “poder”, lo cual da más pistas para tener en cuenta otro de los conceptos asociados a la mano. Algo que también va asociado al de “propiedad” como se demuestra en la gran cantidad de palabras compuestas en la literatura clásica que hacen referencia a este hecho (manumisión, manípulo, manufactura, manuscrito, manutención, etc).
En Egipto el jeroglífico que expresa el concepto de “oración” o invocación es un grafismo horizontal, representando la línea de los hombros con dos manos en posición vertical en los extremos dirigidas hacia la divinidad. En Israel, para vencer a los amalecitas, Moisés se ve obligado a mantener sus brazos extendidos hacia el cielo para apelar a la intervención de Yahveh y así poder ganar la batalla (Éxodo 17, 11-12): Mientras Josué combatía contra Amalec, «Moisés, Aarón y Jur subieron a la cima del monte. Y sucedió que mientras Moisés tenía alzadas las manos, prevalecía Israel; pero cuando las bajaba, prevalecía Amalec. Se le cansaron las manos a Moisés y entonces ellos tomaron una piedra y se la pusieron debajo; él se sentó sobre ella mientras Aarón y Jur le sostenían las manos uno a un lado y otro al otro. Y así resistieron sus manos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su pueblo a filo de espada».
En las distintas religiones las manos son una manera fácil de conocer las características de su origen; por ejemplo, las posturas orantes de las religiones de carácter solar siempre están dirigidas hacia lo alto, es decir hacia las divinidades que habitan moradas celestes. Estas posturas orantes pueden combinarse con otras de carácter telúrico marcando una dirección terrestre, por ejemplo posicionando una rodilla en tierra, o combinando esta posición con las manos alzadas o una mano hacia la divinidad celeste y la otra dirigida hacia la tierra, como sucede en las danzas derviches.
En el románico las posturas orantes con las manos dirigidas hacia lo alto se siguen manteniendo porque aún persisten las costumbres y rituales paganos anteriores y al cristianismo le conviene mantener vigentes los puntos de referencia iconográfica reconocibles para todo el mundo, y muy particularmente si van complementados con grafismos de carácter solar, como los relacionados con el “Sol Invencible” de los romanos que hacen reconocible a Cristo como “Luz del Mundo”. Algo que no es ajeno a la apropiación de la fiesta del 25 de diciembre desde el siglo IV, fiesta en honor de la divinidad solar, desde entonces asociada a Cristo.
La mano de Dios, la “dextera Domini”, habida cuenta de todo lo dicho, es la representación, a través de una de sus partes más significativas, de la propia divinidad. Con la mano Yahveh decide qué ofrendas le son agradables, como cuando elige el cordero de Abel y rechaza las espigas de Caín, determinando las características solares y patriarcales de su pueblo. Elige un modo de vida pastoril y nómada y rechaza la vida sedentaria propiciada por el mundo agrícola, más apegado a la tierra.
La mano de Dios decide, manda, impone el camino cuando sujeta con su mano el libro de la doctrina en cuya portada se lee “Ego sum lux mundi”, es la mano de la divinidad que ejerce su poder y manifiesta su trascendencia celeste y que suele aparecer en la iconografía románica en la parte superior de la escena emergiendo casi siempre entre líneas onduladas que representan las nubes o la morada celestial. Es la mano que trasmite la vida y que aparece en los extraordinarios frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina del Vaticano.
La máscara es un instrumento que ayuda a reconocer y evocar la identidad de un determinado personaje representado por un actor, ya sea en un ritual religioso, danzas sagradas sobre todo, o cualquier otro tipo de representaciones teatrales, ya sean de carácter religioso o profano.
Algunos autores añaden que la máscara, además de ayudar a distinguir la entidad interpretada por el actor, ayudaba también a amplificar el sonido de la voz, en este caso desde un punto de vista mecánico o técnico, es decir, lo que añadía a la máscara el concepto de “hacerse oír”, o “para sonar”, de donde deviene el término “persona”, una característica fundamental para definir la identidad de un individuo que emite un sonido o voz inteligible propia. Ya sea gracias a la parte mecánica o a la caracterización del personaje a través o por medio de la máscara, el término “persona” adquiere carácter metafísico.
La representación ritual de los grandes mitos religiosos en todas las culturas y la utilización de máscaras son constantes e ininterrumpidas en la historia, desde las culturas orientales a las occidentales y en los cinco continentes. Los actores representan la personalidad y características puntuales de dioses y demonios, vicios y virtudes, personajes buenos y malos con todos sus matices y gradaciones psicológicas, y todos estos personajes representados se ponen, a través de la máscara, en contacto directo con el espectador.
Por otro lado la máscara se coloca delante del rostro y ello oculta la verdadera faz del actor para convertirle un ente anónimo, detalle que no pasa desapercibido en su uso popular. La máscara, por tanto, al encubrir su identidad real elude la responsabilidad del actor, y esto es un ingrediente importante para entender el carnaval donde, al menos en teoría, se relajan las costumbres y la moral con el amparo del anonimato que proporciona la máscara.
Esto en el caso del carnaval, pero también en una gran cantidad de fiestas populares en las que se utilizan disfraces para caracterizar a determinados personajes, sobre todo de carácter expiatorio, en el que el clan, tribu o pueblo descarga sus culpas y cargas negativas sobre un personaje que va a recibir el castigo en nombre de la comunidad (botargas, jarramplas, vaquillas, etc.), liberando las conciencias del colectivo para predisponer a afrontar un nuevo ciclo totalmente limpio y renovado.
El origen estas celebraciones tiene su origen en el Levítico (16, 20-22), donde se explica el ritual en el que el sacerdote escoge un macho cabrío e imponiendo sus manos sobre él hará confesión de todas las iniquidades de los israelitas y de todos sus pecados, y cargándolos sobre la cabeza del chivo, lo enviará al desierto por medio de un hombre dispuesto para ello y lo abandonará a su suerte. Luego lavará sus vestiduras igual que las del hombre que condujo al desierto al chivo en señal de expiación y así podrá incorporarse sin mancha a la comunidad.
También hay máscaras funerarias, las cuales suelen colocarse sobre la cabeza del difunto a modo de retrato, en parte para recordar sus rasgos vitales, pero también para perpetuar su existencia en una hipotética nueva vida y dotar de identidad a la momia, sobre todo en el caso de Egipto, donde la conservación del cuerpo y los rasgos físicos del difunto eran muy importantes para garantizar su vida en ultratumba.
La masa gelatinosa y opalescente –a veces con atractivos colores–, de la medusa es común en casi todos los mares. Los largos tentáculos que cuelgan de su cabeza tal vez hizo que los griegos la relacionaran directamente con una de las Gorgonas, tres hermanas monstruosas con sus cabezas cubiertas de agresivas serpientes y sus fauces repletas de afilados dientes. Steno, Euriale y Medusa eran sus nombres. Euriale representaba el pecado de la lujuria, Steno la que envenenaba las relaciones humanas por medio de la envidia, la mentira y la ira y Medusa, la encargada de conducir al hombre, a través de la vanidad, directamente al pecado. Todo aquel que tenía la mala suerte de ver la cabeza de Medusa quedaba petrificado inmediatamente. Medusa, la única mortal de las tres hermanas, había sido anteriormente muy hermosa, pero la diosa Atenea, en castigo por haber cohabitado con Poseidón, la convirtió en el espantoso engendro antes descrito.
Perseo, hijo de Zeus y Danae, dio muerte a Medusa mirando al monstruo reflejado en el escudo que Palas le había proporcionado a tal efecto. Una vez cortada su cabeza, Perseo se la regaló a Minerva.
En cualquier caso y a efectos simbólicos, las serpientes, seres inferiores, invaden la cabeza y substituyen al pelo, que es donde habitualmente reside la fuerza espiritual (como en el caso de Sansón), por lo que queda claro que el mal se aposenta o invade el lugar destinado a la inteligencia y a la voluntad.
A pesar de todo lo dicho, en los primeros años del cristianismo y conocido por simple observación el hecho de que las medusas se desplazan allá donde las lleva la corriente por no tener recursos para cambiar los rumbos a voluntad, fueron circunstancialmente símbolo del alma del justo porque no se opone a los designios de la Providencia, la cual dirige el destino de los seres vivos. No duró mucho esta interpretación moralizante, pues es obvio que, con las mismas premisas, también la medusa podría haber representado al alma que se deja arrastrar por las corrientes que origina el demonio con sus asechanzas.
Por lo demás, hay que añadir que este zoófito invertebrado no es habitual en la iconografía románica. Apenas el ejemplar de la Colegiata de San Pedro de Cervatos, en Cantabria y, desde luego, ni una sola mención o representación en los bestiarios medievales. Lo cual tiene su lógica habida cuenta de la situación de su habitat, un tanto inaccesible para los zoólogos de la época. Además, su efímera duración fuera del agua imposibilitaba prácticamente cualquier estudio a posteriori, no solo físico, sino también en lo referente a sus costumbres y modos de vida que, en último caso, hubieran podido proporcionar argumentos con fines moralizantes, razón principal de la existencia de los bestiarios.
Las pocas referencias literarias que conocemos, aparte de las mencionadas, se dirigen más bien a relacionar a la medusa con el pecado a secas, por lo que su situación en el canecillo consignado.-rodeada de otras representaciones de pecados, en este caso particular el de la lujuria-, encaja perfectamente en el programa iconográfico del edificio.
La tradición de representar figurativamente los meses del calendario viene de lejos. Desde el más antiguo que se conoce, –el del calígrafo Furio Dionisio Filocalo, ilustrado con dibujos de su propia mano en el año 354 d. C., en el que se recogen escenas relacionadas o descriptivas de cada mes, y donde también se establecen algunas festividades cristianas por primera vez, como la navidad y algunas otras paganas–, pasando por muchos clásicos latinos, normalmente inspirados en las Geórgicas de Virgilio (70 a. C. – 19 a. C.), o los Fastos de Ovidio (43 a. C. – 17 d. C.) –donde se explica el origen del nombre de los meses y de algunas fiestas importantes–, y terminando por todos los artistas y literatos latinos que vinieron después y que dejaron su impronta en panteones, mosaicos y templos para, posteriormente y, por supuesto, pasando por Bizancio, recalar en la etapa medieval.
En el románico suelen representarse estos calendarios en las portadas de los templos rodeando la figura del Pantocrátor definiendo a Cristo no solo como dominador de todas las cosas, sino también como Cronocrátor, o dominador del tiempo, es decir, de los ciclos vitales que se describen genéricamente, entre otros muchos, a través de la división del año en meses. Podemos decir, además, que la división periódica del año responde a la necesidad de establecer una medida y un control del tiempo y prefijar una serie de actividades imprescindibles fueran estacionales o no. Ya el rey Salomón (1 Reyes, 4 – 7) «tenía doce gobernadores sobre todo Israel que proveían al rey y a su casa; cada uno se encargaba de un mes del año». Estos gobernadores, perteneciente a los distritos relacionados con el asentamiento de cada una de las doce tribus, se encargaban entre otras cosas de la recaudación de impuestos.
Las escenas que se representan, con ser muy variadas y a veces con particularidades propias de determinadas regiones, se atienen normalmente a los trabajos y actividades propias de cada mes, sobre todo relacionadas con el mundo agrícola y con los ciclos de siembra, cultivo y recolección de cosechas. Los meses relacionados con el invierno, con menos actividad agrícola, suelen ser descritos con escenas en interior de las casas, siendo ya exteriores los escenarios a partir de la primavera.
Lo que no podemos perder de vista es que casi todos los calendarios ineludiblemente incluyen entre sus tareas agrícolas todo lo relacionado con el trigo y la vid, y a veces muy pormenorizadamente. La razón es que ya desde los clásicos se tenía muy clara la diferencia entre el “salvaje” –un individuo que se limitaba a recolectar y a comer lo recolectado directamente–, y el civilizado que se distinguía por tener técnicas de sembrado, recolección y, sobre todo, de trasformación de las materias primas en otras más refinadas y digeribles, cual es el caso del trigo, convertido primero en harina y luego en pan, o la uva de donde, una vez prensada, se extraía un caldo que después de una fermentación se convertía en vino. No es casualidad que el cuerpo y la sangre de Cristo se materializaran después en el pan y en el vino respectivamente, imprimiendo así un toque de “civilización” a la misteriosa transustanciación, y lo mismo podríamos decir del aceite utilizado ritualmente para ungir sacerdotes y para dar el viático a los enfermos.
Los soportes donde se realizan estos menologios son muy variados: los hay miniados, en mosaicos, en pinturas murales, tallados en piedra y, por supuesto, en las vidrieras de las grandes catedrales. Suelen también estar también asociados con los signos del zodíaco mes a mes, como podremos comprobar en las arquivoltas de muchas portadas románicas, que es el sitio más habitual como hemos dicho, pero también, aunque en menor cuantía, en los presbiterios o los arcos interiores, como es el caso del Panteón de los Reyes en la colegiata de San Isidoro de León o la pequeña ermita de San Pelayo de Perazancas en Palencia.
La iconografía habitual para los distintos meses suele responder a patrones fijos con ligeras variantes y en ocasiones con profusión de elementos descriptivos de las tareas correspondientes a los distintos meses, aunque lo habitual sea la representación de un único personaje específico. Los más habituales son:
Enero: Figura humana de doble rostro. Una de sus caras mira hacia la puerta ya cerrada del año concluido y la otra hacia la puerta abierta del año nuevo. Esta figura está relacionada con el dios Jano, el “Ianus bifronte”, el Géminis de los latinos, y cuyo nombre está directamente relacionado con el término “janua”, que significa “puerta”. Jano es el protector de las cosas que comienzan y como tal, titular del primer mes del año a quien cede su nombre (M. Guerra, “Simbología románica” 491, Fundación Universitaria Española. Madrid, 1986).
Febrero: Para san Isidoro de Sevilla en sus Etimologías, Febrerus está dedicado al dios Plutón. En la escena correspondiente a este mes suele representarse a un personaje cubierto con capucha y ropa de abrigo calentando sus manos junto al fuego para protegerse del frío.
Marzo: Próxima ya la primavera y con los rigores del invierno más debilitados, en este mes se suele representar la escena de la poda de árboles y sarmientos y su nombre está relacionado con el dios Marte, como apunta también san Isidoro.
Abril: «La procedencia del nombre de este mes, –también según san Isidoro–, es la diosa Venus o, tal vez, porque las plantas se “abren” en flor», lo cual aclara su origen. La representación típica pone en escena a un personaje, masculino o femenino, cubierto todavía con un manto protector, que sale al camino a plantar los vegetales que lleva en sus manos.
Mayo: Pasados ya los rigores del invierno, y por lo tanto más ligero de vestimenta, un caballero monta a caballo, a veces con un escudo para ir a la guerra y otras para ir de caza con un halcón.
Junio: Es el mes en el que se siega la hierba de los prados.
Julio: Los cereales como el trigo y la cebada se recogen en este mes y por lo tanto casi todos los calendarios reproducen la escena de cortar las espigas salvo en algunas regiones en las que se adelantaba la trilla.
Agosto: La tarea de este mes consiste en desgranar el cereal y separar el grano de la paja, ya sea con el trillo o con el mayal, instrumento que consiste en una vara de madera rematada con un mazo corto y fino atado al extremo del mango con el que se golpea el grano. El mayal es un instrumento que ya se utilizaba en Egipto, lo que nos da una idea de su antigüedad. Cuando la trilla se adelanta a Julio las escenas de algunos calendarios reservan para este mes la construcción de toneles con vistas a los trabajos del siguiente mes.
Septiembre: Es el mes de la vendimia de las vides así que el personaje que entra en escena es el vendimiador que va recogiendo los racimos para llevarlos luego al lagar, donde se lleva a cabo la operación del pisado de la uva que algunos calendarios también recogen.
Octubre: En este mes la escena está dedicada a la recolección de la bellota para engordar a los cerdos que, para su desgracia, serán los protagonistas del siguiente mes.
Noviembre: A partir de la fiesta de san Martín se sacrifica el cerdo que, para esas fechas, ya estará orondo, y que luego llenará la despensa para una buena temporada.
Diciembre: Ya han vuelto los fríos invernales y el personaje protagonista de este mes se encierra en su casa delante de una mesa bien surtida y al amparo del fuego.
El mito es un relato imaginario, una leyenda, según la traducción literal de la palabra griega. En definitiva una narración más o menos idealizada y fuera del tiempo histórico que es protagonizada por personajes de carácter divino o heroico.
Cuando el hombre prehistórico comienza a tener conciencia del gran poder de la naturaleza y de las escasas posibilidades de dominar los fenómenos naturales que ponían en peligro su supervivencia (meteorológicos y alimentarios en todas sus variantes), se ve forzado a invocar a esos poderes desconocidos y, por lo tanto, a ritualizar mecanismos oferentes para mantener calmados y favorables a estas fuerzas que poco a poco se fueron denominando y cristalizando como “dioses”. Como consecuencia de esto, el hombre también se ve impulsado a “crear” un relato, literario o plástico, que visualice y justifique la forma, la vida y las costumbres de estos seres superiores. Entonces nace el mito, algo íntimamente ligado a la religión.
El mito es una manera de acceder a lo suprasensible, es decir, a las leyendas sobre el origen de los dioses; a la particular psique de las divinidades, casi siempre coincidente con la humana, tanto en sus aspectos positivos como negativos y a sus actividades en relación con el mundo de los mortales, capítulo en el que hay que incluir la lucha del bien contra el mal con todas sus consecuencias en forma de derrotas o victorias. De todo ello se desprenderá un doctrinario en el que se desarrollarán dogmas de carácter moral o filosófico en el ámbito de lo espiritual.
No hay cultura que no tenga sus mitos y leyendas y en casi todas hay un amplio temario mítico subyacente que se repite en todas las demás, aunque no coincidan ni el escenario ni el vestuario desde el punto de vista literario o plástico, ni algunas características físicas de los personajes, pero concurrentes desde el punto de vista conceptual. La historia de las artes plásticas y la literatura están llenas de ejemplos paradigmáticos reconocibles y asimilables por todas las culturas.
De origen persa, Mitra es un dios solar por excelencia, dios del sol y de la luz y dueño de la verdad. Como dios solar sus fieles se organizaban en sociedades patriarcales en las que los adeptos excluían a las mujeres en sus reuniones iniciáticas y cenáculos rituales, los cuales tenían un claro matiz hermético y excluyente con respecto a lo femenino. Este aspecto es probable que fuera clave para entender la amplia difusión que tuvo el mitraísmo entre las legiones romanas a partir del siglo I d.C., así como el hecho de ser un dios guerrero y vencedor, títulos que ostentaba como atributos propios.
Para Roma no había ningún problema para aceptar dioses ajenos, al contrario, solía adoptar a todas aquellas divinidades que se iba encontrando en los pueblos conquistados y asimilándolas a su propio panteón, lo cual no dejaba de ser una buena política de pacificación y normalización en la implantación de la vida y las costumbres romanas entre los vencidos, y a su vez también era una manera eficaz de cimentar y consolidar el Imperio, puesto que la nueva religión cohesionaba perfectamente las enormes diferencias étnicas y culturales de tan vasto y heterogéneo Imperio.
En el caso de Mitra la difusión entre las legiones romanas fue rápida y precisamente fueron estas legiones las que expandieron el culto al dios solar en todos los países conquistados. Las fiestas dedicadas a Mitra se celebraban el día en que la luz del sol comenzaba a crecer con respecto a las horas de oscuridad, es decir en el solsticio de invierno, lo cual es lógico sobre todo si nos atenemos a la clave de los ciclos vitales con los que se estructuran en general todas las fiestas relacionadas con las divinidades. En el caso de Mitra, dios del sol y de la luz, el equinoccio de invierno marca el comienzo de un ciclo en auge tras el cual se esconden conceptos simbólicos como renacimiento o resurrección, pues no hay que olvidar que el sol “muere” al atardecer, pero indefectiblemente siempre “renace” al amanecer, lo cual refuerza y sostiene el esperanzador concepto vital.
Por las mismas fechas también comienza a tomar cuerpo el cristianismo, el cual es deudor de muchas de las culturas mediterráneas previas como no podía ser de otra manera. Y esto es lo que sucede con el Mitraismo. Siempre se ha dicho que la fecha del 25 de diciembre fue adoptada como fecha del nacimiento de Cristo para aprovechar la inercia festiva de Mitra y de esa manera cualificar a Cristo como “Sol Invictius”, que es como le llamaban los romanos a Mitra. Era lo mejor desde un punto de vista simbólico porque Jesús nacía, como Mitra, cuando la “luz comenzaba a crecer”, y no se nos puede olvidar el “Ego sum lux mundi” que aparece machaconamente reproducido en la iconografía del Pantocrátor. Las coincidencias simbólicas relacionadas con lo solar son evidentes. Finalmente, con la decadencia de Roma también llegó la de Mitra, que poco a poco fue desapareciendo al tiempo que progresaba el mundo cristiano
Ágil, burlón, inconstante, ladrón… Por todas estas cosas se le ha tenido al mono, sobre todo en Occidente; y por todo esto, en el cristianismo, el mono terminó siendo animal poco recomendable.
Pero sus comienzos no fueron tan malos. En Egipto el dios Thot era representado habitualmente como ibis o como babuino. Parece ser que la figura del babuino o papión tiene antecedentes en uno de los dioses de las primeras dinastías que fue adorado como El Gran Sabio. Thot inventó la escritura y el lenguaje, por lo que fue patrono de los escribas. Era además el guardián del orden divino y dios de la medicina y estaba considerado como el más sabio de los dioses del panteón egipcio. También Hapi, dios del Nilo, hijo de Horus, era representado a veces como babuino. En cualquier caso era uno de los dioses protectores de las vísceras del difunto, y por eso, a partir del período ramésida, uno de los cuatro vasos canopes –concretamente el que contiene los pulmones y que se coloca orientado al norte–, lleva en su tapadera la cabeza del animal en cuestión.
La sabiduría y la misión de protector fue también común denominador en otras culturas. En Extremo Oriente, y particularmente en China y Japón, el mono representa la sabiduría por contraposición al aspecto físico del hombre que le impulsa, por su perfección, a ser engreído y, por lo tanto a alejarse del sendero del espíritu; generosidad y felicidad son atributos que también le adornan.
En el Tibet, a pesar de reconocer su alocado carácter, lo consideraban su antepasado, entonces solo desde el punto de vista de las leyendas, aunque luego se vio que no andaban lejos de la realidad científica. Nuestro mono tibetano, hijo del cielo y la tierra, acompaña a Huang-Tsang, en su búsqueda de los libros sagrados, como camarada agradable por su buen humor y sus constantes bromas, pero sobre todo para ayudar al héroe con sus potentes conjuros y hechizos, pues es un gran mago.
En la India se repite la historia. Hanuman, caudillo de los monos, es de naturaleza divina, lo que le permite cambiar de aspecto y tamaño a su gusto. Además puede volar en las alas del viento, lo cual le relacionaba bastante con los fenómenos meteorológicos y por esta causa se pensaba que atrapar a un mono era como atrapar al viento y a la lluvia. En la novela de Wu-Cheng (siglo XVI) “Peregrinaje a Occidente”, Hanuman fue obligado por la diosa de la Misericordia a actuar de guía del héroe Tripitaka –en el viaje que éste hizo a la India en busca de las escrituras sagradas del budismo–, a cambio de liberarle del castigo que se le había impuesto por sus fechorías celestes. Nacido de un huevo de piedra, se alimentaba de jugo de jade y era conocido también como So Hou-tzu “el incansable, astuto e indestructible”. A Hanuman se le relaciona además con la abundancia, la felicidad y la fertilidad, razón por la que las mujeres indias, deseosas de asegurar su fecundidad en el matrimonio, se abrazaban desnudas a la estatua de piedra del rey de los monos en un antiguo ritual.
En Japón, en el templo de Nikko, sobre la entrada del Niomon o establo del Caballo Blanco, que era animal sagrado, se representan los conocidos monos en actitud de taparse los ojos, las orejas y la boca, es decir, ni ver, ni oír ni hablar, condiciones o premisas de la felicidad y la sabiduría basadas en la vida interior –que se activa desactivando los sentidos– y en el hermetismo de todo lo sagrado.
Pero el hasta ahora signo positivo del mono se torna negativo en una antigua leyenda según la cual los habitantes de la mediterránea isla Pitecusa, la actual Isquia, fueron castigados por Zeus, el padre de los dioses, a parecerse a los hombres pero sin embargo siendo animales a causa de sus desmanes, perjurios y latrocinios. Sus narices fueron aplastadas, llenos de arrugas sus rostros y el cuerpo cubierto de pelo, como cuenta Ovidio en sus “Metamorfosis” y luego repetirán los bestiarios, los cuales atribuyen el nombre de “simia” precisamente a su significado griego: “nariz achatada”. Por esta razón, su imagen, caricatura del ser humano que no pudo llegar a ser, fue considerada en el mundo clásico símbolo de la falsedad, la adulación y la alabanza falsa y engañosa; y en el cristianismo, símbolo del demonio que quiso alcanzar a Dios y se quedó a medias, además de su conocida relación con el pecado de la lujuria. Esta imagen de degradación y de animal caído se verá a veces subrayada cuando le vemos en nuestros capiteles románicos a cuatro patas, o en cuclillas, y con una soga al cuello que le impide incorporarse como un hombre y le obliga a permanecer en tierra, es decir, apartado de toda posibilidad de elevarse o perfeccionarse espiritualmente como el hombre, que mantiene su posición erguida, es decir, sus expectativas de elevación hacia Dios.
En el Fisiólogo se da el caso curioso de la equiparación del mono con el onagro, que habita en los palacios de los reyes. Dice el texto: «…Si el onagro rebuzna doce veces y el simio orina siete, la corte sabe que ha llegado el equinocio, es decir, el momento en que la noche, que es el pueblo pagano, se hace igual que el día, que son los creyentes y profetas…», motivo por el cual ambos animales son considerados como demonios, «…pues avisan de la igualdad de la noche y del día y se alegran…» Estos curiosos argumentos se completan con las razones por las que el mono en particular es acreditado como demonio: «…tuvo principio conocido pues sabemos que fue uno de los arcángeles, pero su fin se desconoce pues no tiene cola; carece de belleza así como de cola, es decir, no tiene fin conocido ni bueno, lo mismo que el diablo…».
San Isidoro añade en sus “Etimologías” la observación de que el mono se alegra mucho con la luna nueva pero se entristece con las siguientes fases lunares. Distingue, además, cinco clases de monos, una de las cuales, los cercopitecos, tiene rabo. Otra de las especies es la de los cinocéfalos que «…son parecidos a los perros en su cabeza y también tienen un rabo largo. Viven en Etiopía solamente y son violentos y feroces en sus saltos, no pudiéndose domesticar. Los esfinges se encuentran también entre los simios; son peludos e inofensivos. También hay otros llamados sátiros, de figura bastante graciosa, que se pasan el tiempo haciendo cosas sin sentido. Por último están los colitricios, de barba en el rostro y de larga cola. Se dejan capturar con facilidad…».
En los bestiarios medievales, además de lo ya dicho, se incorporan algunas notas de Solinio y Plinio, que en casi todos los casos sirven de argumento a la ilustración que acompaña habitualmente al texto. Se trata de la historia de la hembra del mono que da a luz dos crías, a una de las cuales quiere y a la otra no, por lo que es abandonada. Cuando la mona es perseguida por el cazador coge en sus brazos al hijo que ama y huye, pero el otro trepa a su espalda para no ser cazado, por lo que la madre se ve obligada a realizar un esfuerzo excesivo que la impulsa a deshacerse del hijo querido. El esfuerzo resulta inútil, pues finalmente el cazador alcanza a su víctima con una flecha (o venablo, según los bestiarios). Se extrae en ellos la conclusión moralizante de que «…cuando el diablo persigue al hombre, éste debe de optar, si no quiere ser alcanzado, por abandonar a uno de sus hijos, el querido, que es el cuerpo, y quedarse con el otro, que representa el alma, la cual no debe de caer en manos del cazador…».
Al margen del significado del nombre de simia, ya mencionado antes, algunos bestiarios añaden además que simio procede del latín, y viene a significar parecido o similar, porque «…en los monos se observa un gran parecido con el hombre, aunque esto es totalmente falso y más aún si nos referimos a su inteligencia…».
Al contrario de lo que sucede con las divinidades de carácter telúrico –que tienen sus moradas y espacios sagrados en el interior de cuevas, cavernas y oquedades, fuera del alcance de la luz solar–, las divinidades solares residen en lo alto, en la cúpula celeste y, por extensión, y habida cuenta de la necesidad de materializar su casa en la tierra al alcance de sus adeptos, suelen situarse éstas en lugares elevados, normalmente grandes montañas, pero en su defecto, normalmente por imperativos orográficos, en oteros, alcores y demás elevaciones del terreno desde las que se domina un vasto territorio de tal manera que éste quede bajo la vigilancia simbólica y permanente de la divinidad de turno.
Como ejemplo podemos señalar, por la importancia conceptual y cultural de todos conocida, el monte Olimpo, en Grecia, desde donde los dioses deciden y pactan sus actuaciones sobre los humanos. En casos como este la montaña queda sacralizada como morada terrenal de la divinidad.
No es casualidad que en la etapa del románico los templos se levanten en lugares elevados o, en su defecto, dotando al edificio de una altura claramente destacada sobre el resto de las viviendas de los humanos. Y de ahí también se desprende la descripción que se hace de la divinidad como “Altísimo” en relación a su posición elevada y preponderante sobre el pueblo, el cual, para entrar en contacto y comunicarse con los dioses se ve obligado a subir o en su caso a escalar la montaña en una especie de ascenso espiritual que le obliga a depurarse simbólica y moralmente a través del esfuerzo físico.
Podemos recordar que en lo alto de la montaña se manifiesta la presencia y el poder de Yahveh, el cual entrega las tablas de la ley a Moisés en el monte Sinaí, envuelto en fuego y humo y acompañado de gran aparato acústico en forma de trompetas, truenos y temblores de tierra (Éxodo 19, 16-19) desplegando una teofanía terrible con el fin de infundir respeto y temor para asegurarse la fidelidad del pueblo hebreo, algo que nunca consiguió del todo.
Desde entonces no es difícil encontrar ejemplos evidentes de montañas sacralizadas en muchas culturas y religiones de carácter celeste, véase como ejemplo en París la colina de Montmartre donde se asienta la basílica del Sagrado Corazón; o la colina de Fourvière en Lyon, con su basílica de Notre-Dame; o la montaña de Monserrat en Cataluña; o el monte Toro en Menorca con su santuario dedicado a la Madre de Dios.
Shiva MaheShwara se aparece en el monte Ba-Phnom, en la localidad de Chneur Kach en Camboya, en la pagoda de Wat Phnom. El Potala tibetano, el monte Meru en India o el Kailasa, donde también reside Shiva; o el monte Fuji en Japón, monte sagrado objeto de peregrinaciones y romerías; o el paraíso terrenal que Dante coloca en la cima del monte del purgatorio; o la stupa de Bouddhanath en Katmandu, un tipo de arquitectura en que la construcción responde a los conceptos teológicos y culturales en los que sobre la base cuadrada que representa a la tierra, se asienta una gran cúpula que simboliza la esfera celeste, y sobre ésta la “harmica”, que es donde reside la esencia divina y que, en este caso, tiene trece niveles que simbolizan los estadios de pureza que preceden a la “iluminación”. En la base de la harnica se suelen representar los ojos de Buda. Por encima se encuentra un mástil que materializa el eje del universo, símbolo capital sobre el que gira toda la acción espiritual y al que no es ajeno el resto de las religiones de carácter solar.
En cuanto al “ascenso espiritual” implícito en el concepto de montaña sagrada, es evidente que se trata de algo imprescindible para lograr la comunicación con la divinidad que se manifiesta en la cumbre, algo que solo se logrará después de haber dejado en el duro camino ascendente todas las impurezas de la vida material.
Es de suponer que la música debió de inventarse en algún momento perdido en la noche de los tiempos, tal vez cuando alguno de nuestros ancestros descubrió por casualidad el sonido producido involuntariamente, por ejemplo al soplar en la caña de algún hueso con objeto de vaciarlo; posiblemente ateniéndose al pie de la letra al viejo dicho de “sonar la flauta por casualidad”. Algunos autores, no obstante, opinan que fueron los chinos los primeros en pautar el fluido sonoro intencionado, concretamente a mediados del tercer milenio a. C., y más concretamente algunos apuntan a Lin-Len, uno de los ministros del emperador Huang-Ti, como el inventor, al parecer, de la octava de doce semitonos en correspondencia con los doce meses del año o los doce signos del zodíaco, directa o indirectamente relacionados, a su vez, con doce estados psicológicos que expresan una gran carga simbólica.
Según Marcel Granet, en “Fiestas y canciones de la civilización de la antigua China” (París 1919), los chinos conformaron la estructura musical en torno a principios aritméticos, algo que también los pitagóricos consideraron, entendiendo la música como la armonía matemática del cosmos, en la que cada número expresa un sonido y todos juntos una melodía que pone a los humanos en sintonía con la divinidad.
Los griegos señalan, en cambio, al dios Apolo y a Orfeo como responsables. Orfeo tocaba la cítara que le había regalado su padre Apolo y con la música que producía su instrumento tenía fama de amansar a las fieras, tal eran de relajantes sus melodías. Y no solo a las fieras sino también a los tracios, un pueblo de costumbres bastante violentas, a los cuales consiguió tranquilizar bastante, o al menos lo suficiente.
Para los egipcios fue Dyehuti, –el Thot de los griegos–, el patrono y protector de los escribas, quien inventó la escritura, las ciencias y todo lo relacionado con las artes, entre las que se supone que está la música. Para los hindúes es Brahma el primero puesto que es él quien se encarga de enseñar las ciencias y las artes a su pueblo. Es decir, que cada cultura tiene su inventor o patrono protector o creador del asunto acústico, aunque todo el mundo parece olvidar que la música fuera surgiendo como algo íntimo al mismo ritmo que el “homo sapiens” o quien fuera, iba tomando conciencia de sí mismo y de su entorno, existencia evidentemente sujeta a cadencias, pautas y ciclos vitales repetitivos obligadamente constatables en la experiencia diaria.
El cristianismo recoge las teorías de Pitágoras, de las que posteriormente se harían eco Platón y Aristóteles, que consisten en considerar que las esferas celestes –Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio, Luna y el Firmamento, cuyo movimiento es inverso– emiten un sonido cada una que, unido al de las restantes esferas produce una concordancia musical permanente e ininterrumpida. Cada una de las ocho esferas sería como la cuerda de un instrumento sonando sin cesar gracias a un movimiento continuo. Cada cuerda emite un sonido propio y distinto que al juntarse con el resto componen una sinfonía cósmica. Naturalmente el Gran Músico es Dios, según fray Luis de León, el cual pulsa este grandioso instrumento como también viene a decir Francisco Salinas en su oda (M. Guerra en “Simbología románica”):
Ve cómo el Gran Maestro
A aquesta inmensa cítara aplicado,
Con movimiento diestro
Produce el son sagrado
Con que este eterno templo es sustentado
A cuyo son divino
El alma que en olvido está sumida,
Torna a cobrar el tino
Y memoria perdida
De su origen primero esclarecida.
No es descabellado pensar, habida cuenta de lo dicho, que el canto gregoriano se asemeja y se basa en esta teoría pitagórica para establecer los ocho modos musicales representados en Clunny, los cuales dejan traslucir un plano simbólico del ethos en sus representaciones románicas. En el primer modo se representa la bienaventuranza celestial de los santos; la oración en el segundo, representada por una bailarina que tañe los címbalos; en el tercer modo un músico tocando la cítara representa al alma piadosa; la tristeza, el cuarto modo, es representada por medio de un personaje que lleva una especie de collar con campanillas; el quinto está muy deteriorado; el sexto modo describe los seis días de la creación; el séptimo modo con los dones del Espíritu Santo y el último con la exaltación y felicidad de los bienaventurados.
En el románico es bastante habitual la presencia de personajes tocando instrumentos de todo tipo y utilizando, obviamente, la música como acompañamiento necesario y aglutinador de actos y acontecimientos, tanto sociales como personales, y casi siempre describiendo las características positivas o negativas de la escena representada.
Y de la misma manera que los propios pitagóricos personificaban en las sirenas la música corruptora y en las musas la música purificadora, también en el románico sucede lo mismo, particularmente en el caso de las sirenas (cuerpo de ave con cabeza femenina, no confundir con las nereidas que son las que tienen cola de pez y torso femenino), que también representan las músicas voluptuosas y perversas, capaces de engañar a los humanos, tanto con falsas doctrinas como con los placeres desenfrenados.