ROMÁNICO
VIAJES
Es evidente que el vestido, del tipo que sea –largo, corto, ritual, viejo, nuevo, de seda, sarga, franela, lana, algodón, etc.–, es un aditamento que define las características del personaje que lo lleva, ya sean de carácter físico o terrenal (reyes, plebeyos, súbditos cualificados, colectivos uniformados y, en general, distintivos de un estrato social, hombres o mujeres), o espiritual (almas de los justos, personajes que representan virtudes o vicios, santos, pecadores, etc.).
En el románico el vestido es una manera de distinguir sin demasiadas dudas la adscripción de los personajes a uno de los dos principios básicos que conforman el denominador común que es la lucha del bien contra el mal, que en el fondo es lo que subyace en toda la iconografía.
No obstante cabría preguntarse aquí si el “hábito hace al monje” o no, es decir, si el uniforme que utiliza un determinado colectivo, monjes o soldados, por ejemplo, dice algo en términos absolutos acerca de la verdadera personalidad de un individuo o simplemente lo define solamente como miembro de un colectivo cualificado como “bueno” o “malo” en función de su actividad, es decir, si solo define las características físicas o espirituales del colectivo en cuestión que debería asumir cada uno de los individuos que lo componen. Es obvio que no siempre el personaje se ajusta con precisión a lo que pudiera aparentar por su uniforme. Por ejemplo, en los libros “penitenciales” vemos como las penitencias impuestas a los clérigos trasgresores de un determinado vicio o pecado son mayores que las que sufre el resto de la población, es decir, no solo se trasgrede la norma sino también la apariencia exterior definida por el vestido.
Por otra parte el vestido implica la ocultación de la desnudez que desde el punto de vista moral es considerada como “vergüenza” ya desde el primer capítulo del Génesis, cuando Adán y Eva se sienten “desnudos” después de pecar y se cubren con hojas de higuera. Por lo tanto, y de forma genérica, también podemos considerar al vestido como la cristalización de un sentimiento de culpabilidad subconsciente que nos obliga a estar en deuda con la divinidad para beneficio del colectivo sacerdotal, que es quien ha inoculado la mala conciencia en el “rebaño”. Lo cual nos impide mostrar el cuerpo desnudo para no “escandalizar”, pero desposeyéndolo de una percepción de inocencia de lo natural, que es como deberíamos verlo, pues no en vano nacemos desnudos, cuestiones estéticas al margen.
Pero tampoco podemos dejar de considerar el hecho incontestable de que el vestido es una excelente herramienta de protección contra las agresiones climatológicas, lo cual alivia la percepción de carácter negativo antes mencionada.
Y en lo referente al vestido espiritual hay bastante iconografía en el románico, siempre relacionada con la vestidura que llevan los justos una vez que han sido admitidos en el cielo, como por ejemplo en el Pórtico de la Gloria del maestro Mateo, en la catedral de Santiago de Compostela, donde las casi cuarenta almas situadas a ambos lados del trono del Señor en la parte superior del tímpano de la puerta, llevan estas túnicas blancas. Las almas de los justos suelen representarse como pequeñas figuras desprovistas de vestido alguno en el momento de la muerte, pero luego, y en función de sus merecimientos, son revestidas con la mencionada túnica blanca para ascender hacia la morada celestial sobre un paño o “cellum” sostenido por dos ángeles.
Por lo tanto podríamos decir que hay un vestido terrenal del que uno se despoja al morir (el cuerpo) y otro que se adquiere a partir de ese momento: Un vestido espiritual, luminoso y blanco, como se dice en el Apocalipsis (7, 13 y ss.): «Uno de los veinticuatro ancianos tomó la palabra y dijo: Estos que están vestidos con vestiduras blancas ¿quiénes son y de dónde han venido? Y el Señor le respondió: Éstos son los que vienen de la gran tribulación y han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero». Es decir los que han sido librados del pecado gracias al sacrificio de Cristo.
La materialización de la lucha constante del creyente entre el bien y el mal se concentra, en la iconografía románica, en la lucha de la virtud contra el vicio o viceversa. Ya se trate de un torneo entre caballeros cristianos y musulmanes, que podríamos entender como una lucha espiritual; o entre guerreros y bestias, como, por ejemplo, dragones, leones, osos, etc.; o en escenas de caza, donde suele aparecer a menudo el jabalí, la lucha entre el bien y el mal siempre se halla en el trasfondo de la representación.
La necesidad de apartar al creyente del vicio o pecado y acercarle a la virtud, obliga a los responsables de los programas iconográficos de las iglesias, y por extensión a los artistas y artesanos, a representar y caracterizar a los personajes con particularidades y atributos definitorios de su status o adscripción a uno de los dos principios. Así por ejemplo, la virtud siempre es representada como una dama distinguida, vestida con túnicas y peinados agradables a la vista, mientras que los vicios siempre ofrecerán una visión o aspecto repugnante y horrible, al tiempo que se asocian con animales repulsivos, como el sapo y la serpiente, en el caso de la lujuria, o simplemente demonios cornudos y horripilantes.
La irrupción de los animales en la representación de los vicios y pecados en general es cuantiosa. Los animales aportan sus características psicosomáticas según, evidentemente, los conocimientos zoológicos de la época, incorporando a sus personajes asociados la percepción negativa necesaria para percibirlos como rechazables.
No pocas veces los animales luchan entre sí y no pocas veces un mismo animal puede ser representante de un pecado y lo contrario, como es el caso, por poner un ejemplo, del león, que tanto puede ser la representación de la divinidad como del propio demonio al acecho del alma del parroquiano incauto. Podríamos considerar, no obstante, que del lado de la virtud siempre encontraremos al inocente cordero y a la no menos inocente paloma; al águila, que es una de las teofanías de la divinidad; al gallo, que con su canto al amanecer rompe las tinieblas/pecado de la noche; al león, otro de los representantes de la divinidad; al pelícano símbolo del amor paterno; al toro, también incluido en el tetramorfos; al elefante símbolo de la castidad y la templanza, como también la salamandra, el unicornio y la paloma; y al ciervo, símbolo del alma virtuosa, por citar unos pocos ejemplos.
En el lado contrario encontramos a la ardilla y al sapo como representantes de la avaricia, al oso y al jabalí de la cólera, el lobo y el cerdo de la gula, el zorro y el mono de la hipocresía y la mentira, a la serpiente de la lujuria, lo mismo que el macho cabrío, el conejo, la liebre, la rana y el sapo y, por último, al asno de la pereza. No mencionamos a ninguno de los animales fantásticos a excepción del dragón, la serpiente infernal, asociado al demonio y perdedor de una lucha mítica con San Jorge o San Miguel, según los casos, una lucha paradigmática donde el mal es inevitablemente vencido aunque no sea de manera definitiva.
Otro de los iconos habituales en estas luchas sempiternas es el del águila dando cuenta de una serpiente o un conejo, símbolos de la lujuria, en ambos casos habituales en la vida cotidiana. El águila, ave solar por excelencia, vence al pecado, que es como decir que el bien vence al mal, o la virtud al vicio, tanto más que el águila, representante de lo solar/patriarcal, prevalece sobre lo telúrico/matriarcal, pues la serpiente es sobre todo representante por excelencia de la diosa Madre Tierra y de lo femenino desde Eva hasta hoy y en muchas culturas y países. Ambos, águila y serpiente, son animales teofánicos y por lo tanto imprescindibles para visualizar la victoria del sistema patriarcal sobre el matriarcal.
En este asunto de vicios y virtudes tiene especial protagonismo desde el punto de vista moral la lucha constante entre la lujuria contra la castidad y la avaricia contra la generosidad, lo cual se refleja en la abundante iconografía alusiva habitual en muchas iglesias románicas en Europa. San Pablo en su carta a los Efesios (5, 3-5) ya avisaba: «La fornicación y toda impureza y codicia, ni siquiera se mencione entre vosotros, como conviene a los santos. Lo mismo que la grosería, las necedades y la chocarrería, cosas que no están bien. Porque tened en cuenta que ningún fornicador o impuro o codicioso –que es ser idólatra– participará en la herencia del reino de Cristo». Con respecto a la codicia y la usura, está claro, al definirlo el remitente como “idolatría”, que con este vicio se rinde culto al dinero y a la posesión de las cosas materiales, que quedan así convertidas en ídolos despreciables. Según san Pablo, solo se debe adorar a Dios. Una lucha perdida a la vista de la historia de la humanidad.
En el románico todo el mundo natural converge, desde el punto de vista teológico hacia la divinidad, así que, al margen del aspecto decorativo de las distintas representaciones, todo –cualquier escena, objeto, instrumento, vestido, vegetal, animal o persona que habitualmente forman parte de la vida cotidiana–, es considerado como obra de la divinidad creadora.
El proceso purificatorio del alma, que ha sido previamente contaminada por el cuerpo, debe realizarse para conseguir una limpieza total que le permita ascender hacia la morada celestial, proceso común a muchas religiones y culturas desde antiguo. Este proceso se lleva a cabo a través de los tres elementos sublunares que son el agua –que suele representarse por medio de dos tritones marinos o una corriente ondulada–, el fuego –por medio de dos leones afrontados–, y el aire que se representa con dos cabezas humanas que soplan, es decir, los vientos.
En las tradiciones bíblicas el viento es una teofanía de Yahveh, es el soplo del Espíritu, el mensajero divino equiparable a los ángeles. El viento sobrevuela las aguas durante la creación del mundo e insufla vida en la materia inerte. En el Génesis (1, 1-2) se dice: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas».
Al igual que otros fenómenos celestes o atmosféricos, los vientos también fueron divinizados, de tal manera que solían ser invocados a menudo, sobre todo por los navegantes que solían depender totalmente de su soplo para desplazarse sobre el agua. Para los griegos los vientos eran divinidades inestables cuya morada, según Virgilio, se encontraba en las islas eolias donde reinaba Eolo, el cual los tenía sujetos y solo los soltaba a requerimiento de Júpiter y Juno, que eran los que realmente mandaban en las regiones etéreas.
Eolo, su guardián, distinguía a los vientos por sus nombres: Bóreas (norte), que sopla el viento frío del norte a través de una gran concha. Kaikias (noreste), lanza una cesta de granizo sobre la ciudad. Euro (sureste), un anciano con barba envuelto en un manto. Apeliotas (este), un joven llevando frutas y granos. Noto (sur), portador de lluvia que vacía desde un ánfora de agua. Livas (sudoeste), que lleva la popa de un barco. Céfiro (oeste), joven que reparte flores. Y Skiron (noroeste), esparce cenizas incandescentes contenidas en una vasija de bronce. Su relación con los puntos cardinales es pues identitaria y además estaban relacionados con las distintas estaciones y estados meteorológicos por lo cual, como sucede en la Torre de los Vientos ateniense, suele identificarse a los vientos iconográficamente con algún atributo de carácter estacional.
Todas las religiones se sirven de mecanismos analógicos para explicar sus argumentos teológicos de cara a sus fieles, por lo tanto sus divinidades se representan a imagen y semejanza de personajes, usos y costumbres de la vida cotidiana, de tal manera que el creyente o adepto pueda identificar y asimilar con facilidad la doctrina que se les vaya a inculcar porque, al fin y al cabo, la apariencia de sus dioses no tiene nada de desconocido o raro que pueda inducir al rechazo, es decir, se les hace parecer cercanos e incluso amigables y cotidianos.
En realidad solo existen porque el gremio sacerdotal induce a los fieles a pensar que la única diferencia de los dioses con el humano mortal es que disponen de un poder omnímodo que les permite distribuir dones o desgracias entre la población según sus merecimientos, o cambiar el curso de los acontecimientos trocando las gracias en desgracias o viceversa, o volviendo lo imposible en posible, eso sí, a cambio de ofrendas.
Por lo tanto la imagen que tenemos de los dioses se ajustan no solo físicamente a la realidad constatable, sino que también adoptan los mismos roles y funciones que los diferentes grupos étnicos y culturas disponen para su funcionamiento y organización social, política y económica.
La base cultural, dicho de modo genérico, de casi todas las sociedades o grupos humanos, se estructura en torno a la célula familiar. Padre, madre e hijo conforman una unidad básica capaz de interrelacionarse con otras familias en todos los ámbitos vitales (religión, economía, trabajo, cultura, defensa, salud, etc.), creando de esta manera nuevas familias capaces de producir en todos estos los campos y asegurando así la supervivencia y la prosperidad.
Puesto que todas las culturas proceden de la misma manera con respecto a sus divinidades, no es difícil comprobar que muchos patrones iconográficos se producen casi idénticos en lugares culturalmente dispares y alejados geográficamente, al margen de que también haya muchos casos en los que determinados conceptos e imágenes se reproducen con sospechosa similitud simplemente por influencias directas o circunstanciales, aunque luego los contenidos simbólicos o doctrinales sean distintos o contrapuestos.
Según la estructura de las distintas religiones, hay dioses masculinos y femeninos que son producto de sociedades patriarcales, como es el caso de los indoeuropeos y semitas, y diosas femeninas propias de las religiones telúricas y mistéricas producidas por sociedades matriarcales, asentadas, básicamente, para lo que aquí nos interesa, en el área de influencia mediterránea. Diosas como Demeter (del griego: “Tierra Madre”), o la Gran Madre Tierra, o la multitud de diosas cretenses (diosas de las serpientes, señoras de las bestias o diosas de las montañas), con atributos específicos relacionados con la fertilidad, tanto agraria como animal y humana, así que no es difícil ver espacios constituidos como lugares sagrados donde se invoca a la diosa representada en forma antropomórfica con los caracteres sexuales relacionados con la maternidad muy resaltados. En un momento dado ambas tendencias (solar/masculina y telúrica/femenina) comienzan a mezclarse con los desplazamientos de los indoeuropeos hacia el sur, lo que comienza a dar origen a la inclusión en los respectivos panteones de dioses a las “triadas” familiares. No es necesario recordar las tríadas egipcias, entre ellas, una de las más conocidas, la formada por Isis, Osiris y Horus.
En el caso del cristianismo, una religión con prevalencia de lo masculino, hay claras disonancias en la aceptación de la presencia de una diosa en su estructura familiar, pero está claro que no puede obviar la presencia femenina, sin la cual no hay mucho camino que recorrer. Así que se ve obligado a incorporar a una mujer, para lo cual no duda en saltarse todas las leyes naturales –tiene poder para ello– y la convierte en “Madre” de Jesús sin pasar por las vicisitudes sicalípticas habituales de cualquier mujer, de manera que concibe al Hijo de Dios por obra y gracia del Espíritu Santo que, junto con el Padre, forma la tríada habitual de dioses (pero ojo, tres Personas que son un solo Dios, pues se trata de una religión monoteísta). Como la cosa no tiene mucha explicación, todo queda en asunto de fe, y la fe solo se tiene por la gracia de Dios y asunto concluido. Y ay del que no tenga fe.
Pero como verdaderamente tiene la Virgen importancia iconográfica en el románico es en su papel de “madre”. Para adornar y mitificar al personaje de la Virgen María, los evangelios se encargan de narrar una serie de sucesos a veces milagrosos o sobrenaturales, aunque en cualquier caso no sería la Virgen la encargada o responsable de hacerlos sino el mismo Dios: En la escena de la “Anunciación” donde se le informa que va a ser Madre del Salvador; en la escena de la “Visitación” a su prima santa Isabel para anunciarle, a su vez, que iba a quedarse embarazada a pesar de su avanzada edad; en la escena del “Nacimiento”, ya como “Madre”; en la “Adoración de los Magos”; en la “Huida a Egipto” sobre un asno para escapar de la “Matanza de los Inocentes”; en toda la abundante imaginería de la “Virgen con el Niño” en brazos o sobre sus rodillas que, por cierto, guarda notables similitudes con la misma maternidad de Isis y Horus en Egipto; incitando a su Hijo a convertir el agua en vino en las bodas de Canaan; sufriendo la muerte de su Hijo en la cruz junto con el discípulo amado; presidiendo, como Madre de Dios, el episodio de “Pentecostés”; y por último, en el momento de su muerte y posterior “asunción” a los cielos en cuerpo y alma junto a su Hijo. Y desde allí, erigida por la devoción popular como intercesora ante su hijo en favor de las necesidades de los humanos. Y claro, qué hijo no obedece a su madre…
Conscientes de esto, todo el mundo es devoto incondicional a una determinada Virgen: La de los Dolores, la de los Desamparaos, la de la Regla, la del Valle, la del Río, la de Atocha, la de Guadalupe, la del Pilar, la de la Esperanza, la de la Soledad, la de Covadonga, la de Monserrat, la de Valvanera, la de la Peña, la Negra, la Blanca, la Candelaria, la Paloma. Y así podríamos seguir. Cada una atiende a sus incondicionales, así que nadie espere nada de una Virgen que no sea la suya.
El reflejo de toda esta devoción mariana se ve reflejado en las letanías lauretanas que suelen recitarse tras el rezo del rosario, donde no se escatiman adjetivos laudatorios directa o indirectamente relacionados con la maternidad y virginidad. Y ya de paso, se añade que también ella fue concebida sin pecado original (“Reina concebida sin pecado original”), lo cual no deja de ser original, o al menos pintoresco desde el punto de vista biológico, pero para eso están los milagros, que no son otra cosa que el reflejo del poder de la divinidad.
Pero al final, y esto es lo importante, la Virgen María es la que redime la culpa de Eva, la inductora, la culpable –y de paso todo el género femenino– en la comisión del pecado original. La Virgen pisa y da muerte a la serpiente telúrica, lo cual está en el trasfondo de todo. Una religión masculina metida en vericuetos para que las mujeres no se vean demasiado desplazadas con el consiguiente peligro de pérdida de una parte importantísima de la feligresía. No creo que las mujeres sean el peligro, sino más bien aquellos que no tienen a la “persona” por sustantivo y por adjetivos a los “hombres” y “mujeres”.
Ya hay representaciones de vulvas en el Auriñaciense (30000 a.C.), las cuales fueron encontradas en el valle de Vèzére (Dordoña) al sur de Francia. Se trata de representaciones muy esquemáticas probablemente realizadas con el ánimo de invocar la “fertilidad” a la diosa Madre representada así (la parte por el todo) con el grafismo vulvar, a veces ovalado y a veces esférico marcando siempre con un trazo vertical y visible la entrada o salida del aparato reproductor.
Posteriormente, en el yacimiento ucraniano de Mezin (18000-15000 a.C.) comienzan a representarse las vulvas pero ya encajadas en la parte correspondiente en figuras femeninas (diosas) ya completas, a veces teriomórficas (ave acuática-mujer) y adornadas con zigzags y líneas onduladas relacionadas con el agua primordial, concepto que se mantiene hasta el 6000 a.C., como por ejemplo en el yacimiento de Lengyel (Checoslovaquia).
Casi al mismo tiempo comienzan a aparecer también vulvas talladas en piedras y gravadas con la forma esquemática del triángulo púbico y con la correspondiente hendidura indicativa del canal del parto, y no pocas veces acompañadas o asociadas a elementos vegetales como semillas y frutos silvestres, como en el yacimiento de Lepenski Vir (Yugoslavia) también en el 6000 a.C., colocadas en el frontal de un ara asociando la vulva con la germinación, algo que también sucede con la decoración pintada de algunos vasos rituales de cerámica, donde también pueden verse figuras antropomorfas de la diosa (vasos Cucutemi, Ucrania, hacia 4000 a.C.).
También en las Cícladas las vulvas resaltan en las representaciones esquemáticas de la diosa, como en el yacimiento de Chalandriani (Syros, 3000 a.C.) y muy a menudo junto a plantas y flores asociadas al poder germinativo de la vulva dentro de un vientre hinchado propio de un parto inminente.
Hay cantidad de figurillas de las llamadas ”Venus esteatopigias” que no dejan lugar a dudas en cuanto a su interpretación invocativa de la fertilidad, hasta el punto de que en la mayor parte de ellas, al margen de su aspecto antropomorfo, las únicas características identificables con claridad son la vulva, los senos y el vientre hinchado, mientras que el rostro solo se representa volumétricamente, pero sin rasgos definitorios como ojos, nariz y boca.
Estas potentes representaciones relacionadas con el concepto de “fertilidad”, como ya vimos en el epígrafe correspondiente, se extienden en la iconografía desde sus orígenes, en la prehistoria, a lo largo de todas las culturas posteriores, como algo natural y mágico, de tal manera que llegaron hasta el mundo clásico con todo su potencial evocativo, llegando en ocasiones a constituirse como auténticos amuletos de protección contra la infertilidad e incluso extendiendo su influencia apotropaica a otros ámbitos de la vida cotidiana, como el económico, el social o el religioso. Baste recordar los falos (que sería la versión masculina) y tintinábulos romanos, o las imágenes de Príapo en la entrada de muchas casas particulares de Pompeya y Herculano, y también sobre las fachadas de algunos negocios o tiendas dedicadas a actividades comerciales y no solo de lupanares, como podría pensarse. En todos ellos, tanto el falo como la vulva se utilizan como reclamo para atraer la prosperidad.
A ello hay que añadir otros aspectos relacionados con la actividad sexual de carácter sagrado, como en el caso de la India o algunos templos de la antigua Grecia. Con la llegada del Cristianismo, una religión patriarcal básicamente, lo femenino (Eva y el pecado original ya mencionado), adquiere un carácter netamente negativo, pero como es imposible eliminar el icono de la vulva del imaginario cultural del pueblo, arraigado desde hacía milenios como vimos, se sigue utilizando, pero para simbolizar el pecado de la lujuria, es decir la actividad sexual sin pasar por el control previo del estamento clerical, el cual ha extraído buenos réditos del asunto, aun a costa de causar graves interferencias psíquicas y morales a los parroquianos.